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CARTA VIII

𝑫𝒓𝒆𝒔𝒅𝒆

𝟐 𝓭𝓮 𝓭𝓲𝓬𝓲𝓮𝓶𝓫𝓻𝓮 𝓭𝓮 𝟏𝟗𝟑𝟗

Tal vez lo último que quieres es saber de mí. Y tienes suerte, estás muerta. Pero esto me sirve como desahogo, aunque creo que ya ni siquiera me funciona.

¿Pero a quién se supone que le cuente todo esto? No es que busque que me entiendan, y tampoco es que mejore la sensación al dejarlo en estas letras, pero si no tengo nada más, hermana... No sé qué más hacer. No sé cómo lidiarlo. No sé a quién más confiarle este secreto.

Por fin vendí la casa que había comprado para vivir con ella.

Y no creas que fue con el afán de deshacerme de los vestigios de Anneliese, porque si fuese así, yo no conservaría esa foto en la mesilla de noche, ese regalo para su cumpleaños aún envuelto sobre el sofá, el abrigo que olvidó la última vez que durmió en casa.

Lo hice porque necesitaba el dinero. Y no, no conseguí la cantidad que yo di en un principio, pero sí lo suficiente para solventar la huida, y un poco más para cubrir imprevistos.

Han pasado casi dos meses y ya todos parecen haber olvidado lo que pasó en la casa Hertz la última noche de septiembre. Ojalá mi memoria fuera así de volátil. Ojalá me creyera la mentira que digo todo el tiempo cuando me preguntan por Anneliese. Ojalá de verdad tuviera la certeza de que ella está en Múnich, haciendo una vida sin mi. Ojalá fuese verdad que aún estamos comprometidos. Ojalá fuese verdad que yo no hice lo que hice.

¿Pero de qué me sirven los ojalá? Son solo una perdida de tiempo que no me ayudan a conseguir un bienestar. Ya ni siquiera lo busco. Me acostumbré a vivir con esa nube negra cerniéndose sobre mi cabeza. Es mi culpa. Sé que no se va a ir nunca y, honestamente, tampoco quiero que lo haga.

Te dije que había intentado arreglar el desastre, ¿verdad? Que comencé a hacerlo desde el momento en que ella se fue. Creo que por fin conseguí algo, espero haberlo hecho. Esto no puede salir mal, no debe arruinarse porque, Heike, es lo menos que puedo hacer por ella. Es lo único que me queda por darle, además de dolor y miedo.

No vivo solo desde inicios de octubre. Él está conmigo, escondido en ese cuarto, atrás del librero, sólo esperando a que yo le tienda la mano, así como lo hice esa noche, sin siquiera pensarlo.

Sé que tiene que irse, lo supe desde el principio, pero también supe que no era seguro, no cuando los estaban buscando. O bueno, a los otros, porque a él yo me encargué de matarlo.

No me fue difícil. Y la verdad es que no tengo ni idea de donde saqué la astucia para cubrir así las huellas, la fuerza, si apenas podía andar sin tropezarme. Me gusta creer que fue de ella, del recuerdo de una sonrisa que yo mismo arruiné.

Subí al furgón en donde estaban los cuerpos, en el mismo en el que él iba, porque no suficiente con matarlos a todos frente a sus ojos, lo obligaron a acompañar sus cadáveres a la morgue. Ahora sé que fue suerte, porque si las cosas hubieran sido distintas, yo no hubiese podido ayudarlo de ninguna manera.

Había un hombre, llegó poco antes que la familia de Anneliese, un pobre sin nombre, vagabundo al parecer. Tenía poco de haber muerto, su cuerpo seguía caliente. Era perfecto. Tenían la misma edad, una apariencia similar. Nadie lo iba a notar.

Ya era tarde, en la madrugada no suele haber mucha vigilancia, así que tenía que aprovecharme de eso.

Le quitamos la ropa al cadáver y le calzamos la que él llevaba, y lo único que tuve que hacer fue tirarlo frente a la puerta del cuarto de interrogatorios, le pegué un tiro en la cabeza y eso fue todo. Porque mientras los escasos guardias corrían a ver qué había sucedido, el presunto muerto escapaba por la ventana, solo para esperarme después en un callejón cercano.

Quemé la fotografía de su documento de identidad, dejando sólo los hombros visibles antes de ponerla en el interior del saco, y cuando ellos me preguntaron qué había pasado, solo dije que había intentado huir. A nadie le importó. Porque a quién le importa la vida de una rata, ¿verdad? De cualquier manera su cuerpo terminaría en una fosa común, como el de los otros. Era un problema menos, una solución para alimentar la mentira que planeaban contar en sociedad los que relacionados estuvieron con esas familias. Tenían una reputación qué cuidar.

Me fui, contando que tenía que ir al hospital, y nadie dijo nada más porque mi aspecto hablaba mucho más que yo. Y a pesar de que lo necesitaba, subí al auto, lo recogí en donde habíamos acordado y lo llevé a casa. Sólo para salir después e ir a casa de Blaz, a buscar a Bluma.

Era tarde para ella. Sólo encontré un charco de sangre al entrar y después, a la mañana siguiente cuando volví a llenar la documentación, vi su cuerpo tendido junto a los demás. Se lo conté a él, esa misma noche, cuando regresé.

Por supuesto que no le conté lo que le hice a Anneliese. Pero no por miedo a que me hiciera algo, solamente porque sabía que si él se enteraba, no iba a dejar que lo ayudara. Él sólo tenía que saber que su familia había escapado, que estaban a salvo.

Cada mañana, cuando le llevo el desayuno y un periódico, él me pregunta que si sé algo de ellos. Yo siempre le digo que no, porque es cierto. No he logrado encontrarlos por ningún lado, Heike. Luego, cada noche cuando está la cena, vuelve a preguntarme lo mismo, esperanzado a que mi respuesta cambie. Por supuesto que no lo hace.

Tal vez soy un imbécil por ayudarlo, tal vez corro demasiado riesgos por un mentiroso. Pero lo vale, hermana, estoy seguro de eso. De todas formas, ya no tengo nada que perder, si me descubren o no, es lo de menos. Mi única preocupación es que no lo hagan antes de que yo pueda cumplir mi palabra, antes de que yo pueda darle la libertad que se merece. No hice nada para evitar que masacraran a esa gente, me encargué de lastimar a Anneliese deliberadamente.

Esto es lo menos que puedo hacer.

Y estoy perfectamente consciente de que esto no me gana un perdón de ningún tipo. Pero eso no es lo que busco, te lo aseguro.




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