A pesar de que temí que Ana estuviera involucrándose en algo peligroso, no fue así. Nuestra vida empezó a gozar de una tranquilidad que me hacía muy feliz.
Ana había encontrado a una mujer escolta con la que había congeniado, una italiana llamada Alice. Logró terminar el secundario con el mejor promedio, de a poco volvió a disfrutar de la compañía de Rau, Miguel era un gran confidente para ella. Dar clases de Kung Fu en el barrio la llevó a involucrarse con todas las familias, por supuesto que Gabriel era su sombra y nosotros casi que lo habíamos adoptado como a un hijo. Digo casi porque si bien el niño seguía viviendo con su familia, nosotros pagábamos por su educación, su salud, su ropa y todo aquello que necesitaba para desarrollarse, incluso los fines de semana se quedaba en el departamento.
A regañadientes había aceptado tomar una de las salas del Rosas para iniciar sus clases, muchos de nuestros empleados fueron sumándose. Ana empezó a ganarse el respeto de los varones y la desconfianza de las mujeres. Situación que cambió cuando una de las chicas del bar sufrió violencia de parte de un cliente y ella dedicó tiempo para impartir conocimiento sobre defensa personal y las féminas se unieron a lo que Miguel llamaba el club de los “Anas lovers”. La primera consecuencia de este nuevo escenario en el Rosas, fue el inmediato traslado de Tamara hacia Zeus, según lo que le explicó a Miguel es que prefería un cambio para salir de la rutina pero yo sabía que la motivación era el cariño y el respeto que todos profesaban hacia Ana y seguramente también la cantidad de tiempo que mi mujer pasaba en el bar.
El segundo efecto recayó directamente sobre Miguel y sobre mí, ya que los empleados parecían haber olvidado quiénes les pagaban el sueldo, porque bastaba una sola palabra de Ana para que ellos la siguieran a ciegas, olvidando o desobedeciendo nuestras órdenes. Veía como ella disfrutaba de su liderazgo, a un chasquido de dedos obtenía lo que deseaba. Si hasta el barman había solicitado cambiar la marca del jugo de naranja que utilizaba en los tragos porque a la “señorita Ana” le gustaba más una empresa que lo fabricaba de manera más natural.
—¿Y si la señorita Ana te pide naranjas de Egipto, las vas a buscar caminando? —pregunté celoso.
El muchacho, bastante joven, bajó la cabeza y volvió a su trabajo. Mi socio, parado a mi lado, me dio la respuesta.
—No puedo responder por él, pero sé lo que harías vos —me guiñó un ojo y sonriente se alejó hacia su oficina.
Bien que tenía razón, qué no hubiera hecho yo por Ana. Amaba la manera en que todos la respetaban, no por ser mi mujer, sino porque se lo había ganado a pulso, sin aprovecharse de su ventajosa situación frente a los demás.
Los años empezaron a pasar armoniosos, Omar consiguió que Ana volviera a confiar en él. El hombre participaba de pocos eventos familiares pero ella, cada vez que lo deseaba, visitaba a su padre en el fuerte en medio del campo. Situación que a mí me incomodaba un poco, porque nunca olvidé aquel plan que Ana tenía en mente cuando volvió de su viaje en el Chaco y que aunque se lo pregunté en varias oportunidades, nunca quiso exponer ante mí. La sabía capaz de cualquier hazaña y con su agilidad mental, pasar tanto tiempo en el corazón de una organización delictiva no me parecía buena idea.
Rau estudió diseño de interiores, Miguel, gracias a sus contactos le facilitó los primeros clientes pero el muchacho luego siguió forjando su carrera por sus propios medios. Bernarda trabajaba para nosotros, era la mano derecha de Miguel, mientras le financiábamos la carrera de abogacía.
Cristina, de novia con Alfredo, vivían juntos en la casa del barrio, donde más de tres veces a la semana tenía que ir a buscar a Ana y a Gabriel porque iban de visita y se olvidaban del paso del tiempo.
Miguel había intentado por todos los medios hacer entrar en razón a Omar, prácticamente le había suplicado para que este lo liberara de sus responsabilidades con la organización, obteniendo siempre negativas.
Comprendió que nos habíamos metido en un mundo que no tenía puerta de salida, habló con Rau para brindarle la oportunidad de alejarse de él. El joven diseñador, que resultó ser más terco que Ana, no solo le aseguró que nunca haría algo así, si no que redobló la apuesta y le pidió casamiento a mi socio.
Celebraron una ceremonia llena de amigos, muy emotiva donde Ana fue la madrina de Rau y yo el padrino de Miguel. La fiesta en el Rosas duró desde el mediodía hasta el amanecer cuando la feliz pareja se retiró porque viajarían de luna de miel al Caribe.
Todos conformábamos una familia un tanto extravagante y diversa, pero muy leal.
Los problemas empezaron tiempo después del cumpleaños número veintitrés de Ana, la inminente libertad de El Tío nos tenía alertas y muy preocupados, principalmente porque sabíamos que era hora de acabar con su vida.
Omar había reestructurado toda su organización, disponiendo a la mayoría de sus hombres divididos entre el cuidado de Ana y la vigilancia de nuestro enemigo.
Mi mujer se hallaba rabiosa al ver su libertad limitada, Miguel que no soportaba la idea de poner en peligro a Rau, andaba con un carácter explosivo que no facilitaba la cantidad de cambios que debíamos efectuar para mantenernos a salvo. Omar me presionaba para que obligara a ambos a acatar sus órdenes, el único con el que podía dialogar era Mario así que en él depositaba todas mis frustraciones.