Llevaba dos meses encerrado. Omar no me daba respiro, había aprovechado cada día para instruirme en el manejo de la organización. Hablaba con Ana a diario, la sentía triste y apagada. Sabía por Miguel que llevaba varias semanas enferma, le costaba salir de la cama y ni siquiera dar clases le levantaba el ánimo.
Por la mañana recibí una llamada de Gabriel. El niño fiel reflejo de Ana, hábil e ingenioso, había tomado el teléfono para comunicarse conmigo.
—Danilo, tenés que venir a casa, Ana no está bien.
La pelea con Omar se había desatado media hora después cuando le dije que me marchaba.
—Lo único que vas a lograr es perjudicar a Ana Paula, Danilo. ¿Crees que ella va a renunciar a vos? La única forma de mantenerla lejos es estando escondido.
—Voy a seguir escondido, Omar, pero hoy Ana me necesita. Voy a ir por ella.
—Danilo, es lo que están esperando. Saben que tarde o temprano vas a tener que verla. La siguen a sol y sombra. Ya te he dicho que tiene oficiales siguiendo cada uno de sus pasos.
—Omar, la salud de Ana está complicada. Si lo que necesita es verme, nadie me lo va a impedir.
—¡Acuéstate con niños! —se quejó mi suegro.
—Ya veo de dónde sacó Ana su gusto por los refranes.
—¡El mal gusto! —volvió a lamentarse con doble intención, mirándome de reojo.
—¿Me vas a ayudar?
—¿Me queda otra?
—No.
—Preparate, entonces. Nos vamos. ¡Es una pésima idea! —gritó mientras se alejaba.
Terminamos en una casona enorme, la cantidad de propiedades que poseía Omar superaba el centenar, lo había aprendido durante mi entrenamiento intensivo.
Mi suegro no quiso esperar a que cayera la noche, consideraba que era una acción que nuestros enemigos veían posible, esperamos a Ana y a Rau en un local de ropa. Miguel había sido el encargado de convencerlos y conducirlos al lugar indicado.
Cuando ingresó al vestidor y dio conmigo, jadeó liberando la angustia y las lágrimas al mismo tiempo.
—Mi amor —sonreí, emocionado.
Ana soltó las prendas y saltó hacia mí, colgándose de mi cuello. Atacó mi piel con pequeños mordiscos hasta dar con mis labios y penetró mi boca con violencia. La sostuve por las nalgas, pegándola a mi sexo. Ana se liberó bruscamente, desprendió mi cinturón y los botones de mi jean. La ayudé bajándome los pantalones mientras ella se quitaba el short, me dejé caer en el único banco que poseía el pequeño recinto, y la esperé mientras caía sobre mí, engullendo mi pene en su carne.
Cubrí sus labios con los míos para evitar que escucharan las exclamaciones que se nos escapaban a los dos, en pocos movimientos conseguimos el alivio.
Acomodé con ambas manos los cabellos que se le habían salido de las trenzas cocidas y le levanté el rostro para que me mirara, pude ver cómo las emociones la atravesaban.
—Me has extrañado, mocosa. —confirmé, sintiéndome halagado y culpable a la vez. Con un movimiento brusco se soltó de mi agarre pero no quito mi sexo de su interior—. ¿No vas a decirme nada?
—Ana —escuchamos la voz de Rau— tenés que salir, acordate que nos están vigilando.
Cerró los ojos con pesadumbre, noté el cansancio del que me había hablado Miguel. Resignada se levantó para alejarse de mí, nos vestimos. Cuando quise acercarme nuevamente, me gané una bofetada. La miré incrédulo y un tanto decepcionado. Sin decir una palabra más, salió del vestidor y se alejó de mí.
Volví a la casona amargado, pasé directo a mi habitación y de allí no salí hasta el siguiente día. Durante el desayuno, hablé con Mario.
—Necesito volver a mi vida, necesito acompañar a Ana.
—Sabés que no es posible. Lo máximo que podés obtener son momentos fugaces como el de ayer.
—Entonces los voy a planear, porque necesito remendar el daño que le he hecho.
Volví a sorprenderla ese día, en el nuevo estudio donde daba sus clases. Logré quedarme más tiempo, compartimos una merienda donde la obligué a alimentarse, había bajado considerablemente de peso.
—Si me dejaras esconderme con vos, no tendríamos que estar contando los minutos que podemos compartir.
—Ser un prófugo no es divertido. Sos una mujer sumamente libre, cómo harías para adaptarte a esta vida.
—Crees que tengo libertad con la policía oliendo hasta la basura que sacamos del departamento. —Se refería al hogar de Miguel y Rau donde ella y Gabriel habían ido a vivir, luego de que tuvieran que volver a su rutina para evitar que la consideraran mi cómplice—.. El oficial Méndez sigue cada uno de mis pasos, ni siquiera voy a una despensa sin él, espera a que compre y vuelve conmigo hasta la puerta del departamento.
Sabía de quién me hablaba, Omar lo había investigado. Era un oficial de la fuerza con poca reputación y algo de experiencia en casos de delitos contra la seguridad pública, como había sido catalogado mi caso. Para mi gusto demasiado joven.
—¿Se ha propasado con vos?
—No, pero eso no quiere decir que no me fastidie tenerlo detrás. Hasta Alice tiene que fingir ser lo que no es, para que no hagan preguntas de más.