—Todo este acoso que estás sufriendo, es mi culpa.
—Danilo, no empieces. —Lo corté en seco—. Desde el primer día en que te conocí supe qué clase de hombre eras. Yo también elegí esta vida y te elegí a vos.
—Tenías diecisiete años, Ana. A esa edad solo cuenta el amor.
—¿No te cansás de subestimarme?
—No quiero traerte más problemas, estás agotada.
—Estoy horrible.
Rau y Gabriel bufaron a la vez, los tenía cansados con los comentarios negativos hacia mi aspecto físico. Danilo me abrazó y besó mi coronilla.
—Ana, sos tan hermosa —tomó mis mejillas— no seas cruel, no te trates mal.
Me aferré a sus manos, que descansaban en mi rostro y me largué a llorar, cansada. Danilo me sentó sobre sus piernas, acarició mi espalda consolándome.
—No quiero parecer insensible, pero es hora de que te vayas. —Recordó Miguel.
Mi novio asintió, me besó cálidamente sobre los labios y partió. Pasó una nueva semana en la que no volvimos a vernos. Las llamadas por teléfono también habían mermado y si se lo reprochaba se justificaba diciéndome que mi padre lo tenía recargado de trabajo.
Por la noche unos gritos que provenían del estudio de Miguel, llamaron mi atención. Rau se coló en la habitación que compartía con Gabriel.
—¿Qué está pasando?
—Ana, no quiero preocuparte más —se lamentó tomando mis manos— principalmente porque no sé qué está pasando, pero no es la primera vez que lo escucho discutir con Danilo. Miguel nunca grita, amiga —puntuó, dando a entender lo grave que le parecía el asunto.
—Lo sé. Voy a encontrar la manera de irme con Danilo, sé que me necesita a su lado, como yo lo necesito a él.
—Tengo miedo, Ana. —confesó Rau.
—Todo se va a ir acomodando, estoy segura —mentí por si mi pequeño compañero de cuarto estaba fingiendo dormir.
Por la mañana, fui la primera en levantarme, salí temprano y me escondí en el baúl del BMW de Miguel. Encontraría el escondite de Danilo así mi vida se fuera en ello. El vehículo de avanzada tecnología tenía un botón para abrir el habitáculo desde su interior, el cual tuve que utilizar cuando la suave voz de Gabriel me sorprendió mientras daba pequeños golpes a la puerta del maletero.
—Gabriel, volvé con Rau.
—No, Ana. Danilo me ha pedido que te cuide. Además si te vas a vivir con él, yo también tengo que ir. —levantó el hombro para mostrarme la mochila que traía a cuestas.
La voz de Miguel nos alertó.
—Subí rápido —lo ayudé para evitar que nos descubrieran.
Miguel puso en marcha el auto sin percatarse de que iba acompañado. Llevábamos más de media hora de viaje cuando detuvo el auto.
—Estoy mareado, Ana —se quejó el niño.
Yo no me encontraba en mejor estado. El calor y la oscuridad me traían aguantando las arcadas.
—Voy a subir la tapa, ayudame a sostenerla —le pedí.
Despacio la fuimos levantando, por el resquicio vimos que una camioneta se acercaba, entendí que pensaban cambiar de vehículo, así que le expliqué mi plan a Gabriel. Cuando los habitantes del nuevo vehículo bajaron de él, empujé la puerta y salté fuera del maletero. Conseguí darle a Miguel un susto de muerte, que lo dejó pálido. El resto de los hombres, desenfundaron sus armas de inmediato.
—¡Ana! —levantó la voz molesto— ¿Estás loca? ¡Bajen las armas! —ordenó a los hombres, que me miraban con suspicacia.
—Quiero ir con Danilo, llevame con él —exigí.
Miguel caviló unos segundos, suspiró antes de indicarme que subiera a la camioneta. Di media vuelta y ayudé a bajar al pequeño Gabriel. Mi amigo suspiró cansado pero como gesto amistoso le revolvió los pelos al niño, que se removió molesto y le devolvió una mueca de labios fruncidos que me recordó vívidamente a mi gigante.
A lo lejos avisté a Danilo que caminaba de un lado a otro en la galería de una vieja casona, nervioso. La camioneta se detuvo y Gabriel abrió la puerta sin esperar permiso y corrió para reunirse con el hombre, que no entendía nada. De inmediato mi padre y Mario se hicieron presentes, la cara de confusión los volvía casi caricaturescos.
—Yo no tengo nada que ver —se defendió Miguel y entró como una tromba sin darles tiempo para reproches.
—¿Qué hacés acá? —me interceptó Omar antes de que yo pudiera llegar hasta Danilo.
—Venimos a quedarnos —respondí.
El gigante, hizo lo que nunca había hecho. Dio media vuelta ignorándome y se agachó para hablar con Gabriel. Enfrenté sola la furia de mi padre, que me gritaba lo inconsciente que había sido al aventurarme hasta allí, yo no podía quitar la mirada de la espalda del hombre que amaba. Lo vi forcejear con Gabriel, quien se soltó y corrió enfurecido hasta ubicarse frente de Omar, nunca imaginé que lo empujaría para alejarlo de mí. Mi padre tropezó con una silla y cayó de espaldas causando un gran alboroto. Al instante unos de sus guardias lo ayudaban a levantarse, mientras otros apuntaban sus armas hacia Gabriel.
—¡Es un niño! —elevé la voz con firmeza— ¡Bajan las malditas armas!