Después del último encuentro con Ana, volví a la casona sabiendo lo que tenía que hacer. No podía seguir manteniendo una relación con ella, sabiendo que no nos conducía a nada.
El tiempo tirano seguía pasando sin que pudiéramos dar con el responsable del incendio, El Tío había salido de prisión y se regodeaba campante de su libertad mientras yo permanecía escondido bajo el ala de Omar.
Ana sufría directamente las consecuencias de mis decisiones, lo que más me preocupaba era el visible deterioro en su ánimo y en su salud, la pérdida de peso era innegable.
Con todo el dolor que aquella decisión me producía, debía dejarla ir. En caso de poder solucionar mis problemas y si Ana me aceptaba, podría volver a ella. Pero era injusto y egoísta mantenerla en aquella agonía.
El día en que apareció en la casona junto a Gabriel, no quise acercarme en un primer momento porque si bien estaba decidido a liberarla del compromiso que nos mantenía unidos, mi deseo de corresponderle a los dos, era mucho mayor. En el momento en que llamó hijo al niño y lo defendió como la leona que era, me hubiera largado a llorar ahí mismo.
Ana era, sin duda alguna, la mujer que yo amaba, la que elegía como compañera para despertar cada día. Fue ese mismo sentimiento inconmensurable lo que ayudó a mantener firme mi decisión.
Los resguardé en mi habitación para que nadie más los molestara, le ordené a la cocinera un desayuno completo para los dos. Una vez que estuvimos solos, le pregunté a Gabriel por las clases particulares que estaba tomando. Debido a la desaparición de la escuela del barrio, Ana lo había anotado en un sistema de educación on line para que no perdiera el año.
El niño me respondía con monosílabos, era obvio que mi distancia lo había molestado, cómo podía explicarle que todo lo que hacía era por el bien de ellos. Seguí la conversación como si no notara la inquina con la que ambos me miraban. De repente, vi el parecido que tenían, tranquilamente podrían haber sido madre e hijo si se los miraba en ese momento en que compartían la misma postura, la mirada torva y los brazos cruzados sobre el pecho.
Una vez que les sirvieron el desayuno, Gabriel comenzó a devorar, Ana más preocupada porque el niño no se ahogue, que por su alimentación, no comía.
—Gabriel, —lo llamé sabiendo cuál era el sentimiento que representaba esa forma casi primitiva de comer— si más tarde sentís hambre, podemos volver a pedir comida. Ahora intentá comer despacio para que Ana, también pueda disfrutar su desayuno. —Asintió, con la boca rebosante de medialuna—. ¿Por qué no comés? —le hablé a ella— casi no has tocado tu plato.
—La estoy pasando mal, Danilo.
—Lo sé, lo único que deseo es remediar eso.
—¡Escapemos los tres juntos, mi amor! —suplicó con los ojos cargados de lágrimas, tomando mi mano por primera vez después de tantos días.
—Yo tengo mi mochila con toda mi ropa —agregó su comentario, Gabriel, provocándome la sonrisa más amarga de toda mi vida.
Dos golpes a mi puerta me salvaron de tener que responder, me puse de pie y abrí la puerta. Omar había mandado a llamar a Ana, despedí al mensajero diciéndole que ella no estaba disponible en ese momento. Volví con ellos al instante.
—Ana, comé un poco y después hablamos, te lo prometo. —le aseguré.
Tomó el vaso con jugo de naranjas y se lo llevó hasta los labios, las gruesas lágrimas que resbalaron por sus mejillas me hicieron sentir un miserable.
Otra vez, unos golpes en mi puerta me obligaron a dejarlos a solas, Mario y Miguel venían en mi búsqueda.
—Hablo un tema con Miguel y vuelvo —les avisé.
Una vez que culminamos la reunión, mi socio me avisó que debía irse, fui en busca de Ana y de Gabriel para decirles que había llegado la hora de regresar a casa. Los encontré a los dos durmiendo frente a frente, con una de sus pequeñas manitos el niño se aferraba a un mechón de pelo de ella.
Me acerqué a mi socio, que ya estaba sentado en la camioneta que lo llevaría de vuelta, y le pedí que volviera por ellos al día siguiente. Si quería dejarlos libres, pasar un día con Ana y Gabriel era una pésima idea, pero no había sido capaz de romper la burbuja en que descansaban.
Se despertaron casi a las doce del medio día, yo los esperaba sentado frente a la cama mientras trabajaba en mi notebook. Gabriel fue el primero en abrir sus ojos, el ímpetu de su mirada me obligó a observarlo.
—¿Ya no nos querés? —preguntó sin titubear. Chasqueé la lengua, no quería que el niño pensara algo así—. Si es por mi culpa, yo puedo vivir con Rau. él me dijo que en su casa siempre tendría un lugar.
—¿Qué sería de Ana sin tu compañía? —respondí una vez que guardó silencio.
—Te extraña mucho —habló con la simplicidad propia de su edad.
—Yo también la extraño a Ana y extraño compartir tiempo con vos.
—Pero no vas a dejar que nos quedamos, lo sé.
—¿A vos te parece que este es lugar para un niño?
—Todos tienen cara de malos.
—-Son malos, enano. —ante mi apodo, abrió los ojos como platos pero no dijo nada al respecto—. Tienen que tener mucho cuidado, en la única persona que podés confiar si necesitás algo es en Miguel ¿me escuchaste?