Habían pasado dos meses, de la única y última visita que Ana y Gabriel me habían hecho en la casona. No importaba la actividad que estuviera realizando, en cualquier momento del día o la noche, sin necesidad de disparadores que activaran los recuerdos, estos llegaban a mí como una daga afilada que se incrustaba en mi corazón.
Llamaba todos los días, al teléfono de Alice, solo Gabriel accedía a hablarme, poco y con monosílabos. La última vez que lo hice, el niño estaba más arisco de lo normal, cuando le recordé que podía contar con Miguel en caso de que la situación se complicara, me respondió: “Mentiroso. Ana y yo no tenemos a nadie más, solo podemos contar con nosotros. No vuelvas a llamar Danilo, porque cuando lo hacés llora por las noches”, sin decir más cortó la comunicación.
Ese día, cuando el sol empezó a caer, me aventuré a la ciudad. Sin avisarle a nadie y sin escolta huí de la casa por el pasadizo secreto de mi habitación, tomé la camioneta y fui hasta la casa de Ana y Gabriel.
Al primero que vi, fue al oficial Mendez que se mostraba muy locuaz mientras acarreaba varias bolsas de compras, Gabriel y Ana, lo escuchaban con atención. Alice, parada frente a la puerta del departamento, fue la única que me vio. Luego arreglaría mis cuentas con ella.
Esperé con una mano en la manija de la puerta del auto y la otra en mi revólver. Una vez que llegaron hasta la puerta, el hombre entregó las bolsas a Ana, que con la compañía de Alice y Gabriel ingresó al departamento. Méndez se quedó observando la puerta durante largos segundos, lo más sensato hubiera sido alejarme antes de ser descubierto, pero no pude hacerlo. El oficial giró sobre sí, divisó la camioneta de inmediato, posicionó su mano sobre el arma que tenía ubicada a la derecha de su cintura y desde allí me observó desafiante. Mi vehículo de vidrios totalmente polarizados, no le permitía ver hacia el interior, pero sabía que yo me encontraba dentro. Arranqué despacio, acerqué la camioneta hasta él, ni siquiera pestañeó. La contienda que allí se estaba llevando a cabo, no tenía nada que ver con El Tío ni con lo sucedido en el barrio ni siquiera con mi cercanía a Omar. Esa pelea era de índole personal, Méndez quería a Ana y me estaba declarando una silenciosa guerra.
Como el hombre maduro de treinta y seis años que era, volví a la casona y me embriagué. Sin motivo alguno inicié una pelea con uno de los guardias de Omar, cuando nos separaron él tenía un diente menos.
Mi suegro como reprimenda me desterró del lugar que hacía meses era mi morada y terminé en Black, hacía pocos días que Miguel había conseguido que la justicia le devolviera el bar para poder explotarlo. El mayor castigo del exilio, fue reencontrarme con Tamara y con su incisiva intención de meterse entre mis sábanas. Jamás llegué a estar ni cerca de aceptarla, la idea de engañar a Ana no se me cruzaba por la cabeza, porque aunque estuviéramos separados mi deseo se despertaba solo con su nombre.
Lejos de Ana, de Omar y de Miguel, porque él se mantenía alejado de Black, mi única entretención era el manejo del bar. Los días pasaban lentos y cada vez me costaba más levantarme de la cama o sentirme interesado por lo que sucedía a mi alrededor.
—¡Buenos días! —me saludó Tamara— mientras me llevaba la taza de café negro hasta la boca. La observé de reojo y respondí con un escueto movimiento de cabeza—. Ya sé la razón por la qué andás tan irritable. Yo solo veo aspectos positivos, podés volver a tu vida. A esa vida que tenías antes de que apareciera la niñita, por supuesto.
Solo me interesé en sus palabras porque mencionó a Ana, fingiendo una tranquilidad que no sentía hablé.
—No tengo idea de qué estás hablando.
—¿No? ¡Qué raro que Miguel no te haya contado nada!
—Tamara, si tenés algo de decir, decilo. De lo contrario, andate.
—Quería que le enviaras mis felicitaciones a tu ex novia y al oficial que la custodia.
Se me heló la sangre, tuve que contener la respiración para que no se me notara el acelere en el pecho.
—¿Por qué estás tan pendiente de Ana? ¿No tenés una vida que vivir?
Contraataqué, molesto por su interés en mi novia. Sin dudas, la bomba que tiró a continuación me dejó knockout.
—Simplemente pensé que sabías que está esperando el hijo de otro.
Di media vuelta, intentando que creyera que no me importaba lo que decía, pero en realidad quería atajar la náusea que casi me dobla en dos. Tiré el café que me quedaba en la bacha, haciendo tiempo para que la voz no me saliera distorsionada y volví sobre mis pasos para enfrentarla.
—Tamara, aunque después de tanto tiempo me parece increíble tener que aclararlo, deberías aceptar que lo que alguna vez tuvimos fue solo sexo. Nunca he sentido por vos nada parecido al amor —el rictus le cambió— no mates el poco cariño amistoso que alguna vez nos unió.
—Estás ciego, Danilo. Decís eso porque seguís hechizado por esa…
—Shhh —la callé— cualquier cosa que digas contra Ana, te puede dejar en la calle, Tamara.
—Digo la verdad, la mosquita muerta te cambió por un oficial de policía y está esperando a su guachito. Si no me creés, preguntale a Miguel, se los veía muy risueños hoy en el shopping.
Blanqueé los ojos, la esquivé y me fui a resguardar en mi oficina. No existía la posibilidad de que Ana pudiera llegar a engañarme, menos era posible que estuviera embarazada de Méndez. Me sostuve la cabeza con ambas manos, concentrándome en las fechas y en nuestros últimos encuentros sexuales. De repente, un extraño pensamiento que se me había cruzado el último día que compartí con ella y con Gabriel, volvió a mí. Cada tanto recordaba la cantidad de veces que había llorado esas últimas veinticuatro horas, pero lo atribuí al desbarajuste que eran nuestras vidas en esos momentos.