Como lo sospeché, Rau interrogaba a mi pequeño en el baño. Gabriel se mantenía erguido, sin emitir un sonido.
—Dejalo en paz —ordené en un tono que nunca había usado con mi amigo.
—¿Qué es esta locura, Ana? ¿Estás embarazada?
—¡Callate! Nadie puede saber, Rau.
—¿Por qué?
—Porque pondrías a mi bebé en riesgo. ¿No te das cuenta que vivimos envueltos en una locura?
—¿Danilo sabe?
—No tiene por qué enterarse.
—¡Es el padre!
—¿Sabés lo que me ha costado aceptar que lo nuestro terminó? ¿Te tengo que recordar que fue él quien me abandonó?
—Ana, no te abandonó. Intenta mantenerte a salvo, también la está pasando mal. Berni dice…
—¡No la nombres! ¡Es la primera en celebrar que Danilo se haya alejado de mí!
—Ana, no lo puedo creer. ¿De vuelta con ese tema?
Intenté relajarme al sentir que la panza se me había endurecido, posé ambas manos sobre mi vientre. Gabriel, solícito y atento llegó en dos pasitos hasta mí e imitó mi gesto. Acercó sus labios a mi cuerpo y le habló al bebé.
—Todo está bien —lo tranquilizó— el tío Rau es bueno y está contento por tu llegada.
Un escalofrío surcó mi cuerpo y me hizo temblar, Rau con los ojos llenos de lágrimas se arrodilló al lado de Gabriel.
—Por supuesto que estoy feliz, y ya siento que lo amo igual que te amo a vos —explicó acariciando la mejilla del niño.
—¡Chicos, la comida se enfría! —nos gritó Miguel desde la cocina.
—Tío Rau, dejá que Ana coma, no quiero que el bebé pase hambre en la panza.
—Sí, amor —le respondió sonriendo— sos un pequeño muy sabio. Me encanta que seas tan comprensivo y que cuides tanto de tu familia.
—¡Ey! —Miguel nos sorprendió apareciendo en el baño— ¿Hay reunión de consorcio?
Rau al querer disimular, frunció el rostro de una manera tan extraña, que lógicamente alertó a su esposo, quien lo inquirió con la mirada. Mi amigo, ya de pie, lo besó cariñosamente en los labios luego de negar, cómo si nada hubiera sucedido.
Cenamos, pero la sobremesa no duró demasiado, Rau se excusó alegando que tenía que levantarse muy temprano al día siguiente y se retiraron.
Menos de veinticuatro horas después, irrumpieron en una de mis clases de Kung Fu. El rostro fruncido de Cristi, me lo dijo todo.
—Gabriel está arriba, si quieren esperar, pueden ir con él.
—¡Espero que esta sea la última clase del día, Ana! ¿Has enloquecido? ¿Cómo vas a estar trabajando con semejante calor?
—Tengo que mantener a un niño.
—Danilo te envía plata suficiente cada mes.
—No toco plata sucia. Se la he guardado toda, así se la gasta en… —me mordí la lengua frente a Cristi en el último segundo.
—¿En qué o en quién? —me desafió, sabiendo lo que estaba pensando.
—En sus putas —respondí sin dudar un segundo más.
Vi el dolor en sus ojos.
—No fue esto lo que yo te enseñé durante tantos años —reprochó y marchó escaleras arriba.
—Sos un caso perdido —me respondió Rau, mientras besaba mi frente.
Despedí al último de mis alumnos, con la energía agotada me lamenté de tener que enfrentar la siguiente contienda.
—¿De cuántos meses estás? —preguntó Cristi, acercándome una taza de leche con avena—. Comé todo, estás pálida.
—Cuatro meses.
—¿Has hecho algún control prenatal?
—No y no pienso hacerlo.
—¡Ana! —pegó el grito molesta.
—Cristi, —la detuve con el cansancio impreso en la voz— no era mi intención que ninguno de ustedes se enterara de mi situación. No les he pedido consejo alguno y no los quiero oír. El niño que se está gestando es mío, sé lo que estoy haciendo y por qué. Conozco los riesgos y he decidido tomarlos. Si se quieren quedar, esas son mis condiciones, de lo contrario pueden irse. No los necesitamos.
Rau y Cristi se miraron por varios segundos, mi amigo levantó los hombros en señal de rendición.
—¿Cómo pensás parir? ¿Vas a hacer que Gabriel reciba al niño?
—Si ustedes me ayudan… —alcancé a decir antes de que Cristi se pusiera de pie con tal ímpetu que tiró la silla en la que se ubicaba.
—¡Has enloquecido del todo! No voy a participar de este circo, ni voy a verte morir en un parto. ¡Te guste o no, Danilo se va a enterar!
A punto de poner el grito en el cielo, Gabriel apareció con el monitor que nos permitía escuchar los latidos del bebé.
—¿Quieren escucharlo? —se apresuró a preguntar.
Nadie se atrevió a contradecirlo.
Una vez que me quité la remera y dejé mi creciente panza al descubierto, Cristi exclamó emocionada. Rau me abrazó, con el cariño de un hermano. Cuando el bebé dejó escuchar su corazón, las lágrimas nublaron la vista de ambos. Gabriel, orgulloso contaba la cantidad de latidos de su futuro hermano.