Devórame otra vez

23. DANILO

Conversaba distendidamente con Omar y con Rau, mientras Gabriel leía “Ami, el niño de las estrellas”, un libro que le había regalado Miguel, en el sillón con la cabeza sobre mis piernas.

—Hay viene Cristi —interrumpió Rau a Omar que me hablaba de un nuevo cargamento que llegaría pronto—. ¿No les parece que viene muy rápido? Se puede caer —comentó llamando nuestra atención.

Volteé la cabeza para mirar hacia ella, la voz aniñada de Gabriel me despabiló.

—Es que mi hermano va a nacer, ya se lo dije a Ana —agregó con la soltura y la liviandad propia de su edad.

Omar y yo, sincronizados con la exactitud de un reloj suizo, como si tuviéramos un resorte en el trasero nos pusimos de pie.

—¡Tranquilos! —nos regañó Cristina—. Necesitamos mantener la calma.

—¿Es hora? —pregunté muerto de miedo.

—Sí, tu hijo está listo para nacer —-respondió sonriendo cálidamente.

A una orden de Omar, el operativo “nacimiento”, como lo había nombrado, se puso en marcha. En poco tiempo, ya estábamos todos rumbo a la clínica. Mientras Cristi ayudaba a Ana a desvestirse, Gabriel me tomó de la mano y me apartó de las mujeres.

—Papá, acordate de decirles a los médicos que le revisen el ojo.

Ante mi cara de confusión, me refirió la conversación que había tenido por la mañana con mi mujer.

—Me voy a encargar de todo, gracias.

Besé su frente y lo envié con Rau y Omar para que lo cuidaran.

—Papá, —volvió a solicitar mi atención— creo que Ludovico le va a quedar bien.

—Ludovico será, mi amor —acepté porque con Ana habíamos decidido que sería Gabriel quien elegiría el nombre de nuestro pequeño, guiado por la acotada lista que habíamos confeccionado los tres juntos.

Una enfermera se acercó hasta mí y me llevó hasta una pequeña habitación, donde me entregó el kit sanitario que debía utilizar para ingresar a la sala de parto. Me cubrí con la bata de friselina y me coloqué el barbijo y la cofia. Al levantar la vista, di con dos retazos de tela que no sabía cómo utilizarlos. Observé su forma, pero no ayudó a resolver el enigma. Nervioso y apurado por estar listo para Ana y el pequeño Ludo, me los acomodé en las manos, como si fueran manoplas y esperé a la enfermera.

La puerta se abrió ante mí, pero no fue el personal médico con quienes me encontré. Las carcajadas de Miguel y Rau me confundieron, luego de unos segundos creí comprender que mi atuendo era lo que causaba la hilaridad. Omar se abrió paso entre ellos y con gestos bruscos me quitó de las manos lo que yo creí que eran manoplas. Molesto me explicó que eran botas y que por lo tanto debía colocarlo en mis pies. Gabriel que venía con ellos, se enojó con sus adorados tíos y con Omar. Pegándose a mi pierna, con gesto ceñudo, les ordenó que me dejaran en paz.

—No tenías porqué saberlo, papi. Cristi siempre dice que para eso venimos a la vida, para aprender.

Miguel tomó en brazos a Gabriel para hacerle cosquillas, el niño se rebulló al principio pero terminó compartiendo la risa con mi amigo. Un grito de Ana, llegó hasta nosotros, enmudeciéndonos. Omar se tensó, atajé su impulso de ir hacia mi mujer tomándolo del brazo.

—Dejá que yo me haga cargo —fue todo lo que dije.

Sin esperar a la enfermera, agucé mi oído para permitirle a la voz enfurecida de mi mujer que me llevara hasta ella. En la sala de partos, el rostro encarnado de Ana me alertó de su incomodidad. Discutía con el obstetra porque ella quería ponerse de pie. Al reparar en mi presencia, todos, incluído el profesional que se atrevía a discutir con mi mujer levantaron el rostro. Ana, al percibir el cambio en aquellos que no me conocían, gritó mi nombre.

—¡Sacame de acá, gigante! ¡Quiero volver a casa! —ordenó antes de que una nueva contracción le impidiera hablar.

—¡Tranquila, amor mío! No te alteres —pronuncié y me maldije al instante cuando la cara de mi mujer pasó a teñirse de un color violáceo.

—¡Danilo, ¿cuándo en la historia de la humanidad la palabra “tranquila”, ayudó a alguien a calmarse?!

Me mordí el labio inferior para evitar largar la carcajada, porque Ana tenía demasiado cerca la mesa que sostenía el material quirúrgico. No iba a darle más razones para quedar viuda, antes de casarse.

—¡Danilo! —me sacó de mi letargo— acercate y ayudame a bajar de esta camilla —exigió, desoyendo el consejo del médico.

—No puedo ayudarte a parir si estás parada —objetó el obstetra.

—No necesito que me ayudes en nada —le gruñó Ana con la voz enronquecida.

No me atreví a contradecirla, si ella no se sentía cómoda con el médico yo la respaldaría, era en lo único que le podía ser útil en ese momento. Con gestos poco amables y haciendo uso de mi físico intimidante, exigí que se retirara. Ana me pidió que buscara a Cristi, la mujer se presentó rápidamente y junto a las enfermeras la ayudaron a calmarse para poder regularizar la respiración y traer a mi pequeño hijo al mundo.

Ludovico Mastropietro Cuesta, llegó al mundo el domingo veinticuatro de junio de dos mil dieciocho, pesando cinco kilos cien gramos y rugiendo como el guerrero que era. Ana no permitió que lo limpiaran, se aferró a la manta con que Cristina había envuelto al niño y lo pegó a su pecho. Percibí como miraba el rostro de nuestro hijo, buscando aquello de lo que Gabriel le había alertado. Un gemido lastimero salió de sus labios al encontrarse con su ojo izquierdo.




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