Devórame otra vez

27. ANA

Me desperté porque algo helado se apoyaba en mi frente, estaba mojada e incómoda. Quise quitarme la molestia pero no logré hacerlo, alguien me lo impedía.

—Ana, quedate quieta —sentí la voz de Cristi hablar cerca de mi oído.

Removí mi cabeza para quitarme el peso que me irritaba.

—¡Ana, hacé caso! —me retó Rau.

—¿Danilo? —pregunté sin poder todavía abrir los ojos.

Ante el mutismo de quienes me acompañaban, los recuerdos volvieron a mi mente. Danilo estaba herido, Ludo lloraba desconsolado, las letras brillantes en la pantalla del televisor, la pelea con Rau y Miguel, el desmayo y las veces que desperté pero aturdida por tanto dolor volvía a desfallecer. De mi garganta ardiente, surgió un gemido lastimero que no alcanzó a ser un llanto.

—¿Ana? —me llamó Rau— Abrí los ojos, por favor.

—¡Quiero ir con Danilo!

—Lo sé, pero si no lográs recomponerte y levantarte no vas a poder hacerlo.

—No tenemos leche para darle a Ludo, te necesita Ana.

Por fin logré quitarme lo que tenía en la frente, de un manotazo. Abrí los ojos para observar, era una toalla de mano humedecida.

—Estás ardiendo de fiebre. —me explicó Cristi.

—¿Estamos en una pesadilla? —insistí en negar lo que no era capaz de aceptar.

—Ya quisiera decirte que sí. —me aseguró Rau.

—¿Qué hora es?

—Las nueve de la mañana.

—¡Oh! ¡Ludo debe estar muerto de hambre! —intenté ponerme de pie sin éxito.

—Está con Alice ¿lo traigo? —preguntó Rau.

—Por favor, también pedile a Miguel que venga.

—Miguel no está Ana, se fue luego de que te desmayaste.

Asentí.

Cristi me ayudó a sentarme en el sillón, me dolía cada extremidad y cada músculo. Mi pequeño bebé, se pegó a mi cuerpo maltrecho con una fuerza impropia para un niño de su edad.

—Todo va a estar bien —lo consolé mientras descubría me seno—. Todo va a estar bien. —repetí para convencerlo y darme fuerzas para enfrentar la realidad.

Al saberlo dormido y al cuidado de Cristi, me levanté y le pedí a Rau la computadora. Encerrada en su habitación, leí todos los diarios on line que hablaban de la noticia del momento, el deceso del amor de mi vida.

Ese mismo día por la noche, Omar se comunicó conmigo a través de una videollamada. Indicó que solo celebraríamos una ceremonia en nombre de Danilo, porque sus restos serían cremados y aunque le supliqué que me dijera a dónde lo tenían, me negó la información. Necesitaba despedirlo, llevar a Ludo y a Gabriel a donde él se encontraba para que supieran que su padre no los había abandonado. Al contrario, había luchado hasta el final por liberarnos de los peligros que nos rodeaban.

—Ana, Danilo no deseaba que lo vieras así.

—¿Cómo podés saber eso?

—Él me lo dijo.

—Yo sí lo quiero ver, necesito hacerlo. —protesté— ¡Es el padre de mis hijos!

—Ana, por una vez en tu vida escuchame. Yo sé lo que te conviene.

Cerré la computadora de Rau de un golpe, odié a mi padre con todas mis fuerzas.

El día de la ceremonia, Alice se encargó de los niños. Cristi y Rau me sostenían, ubicados a mi lado. Era todo tan irreal, cada paso que daba me parecía una mentira, sentía que nunca llegaba a tocar la firmeza del suelo debajo de mis pies, como si flotara. Miré a todos los asistentes, uno a uno, indignada por su presencia. Ni siquiera los conocía y deseaba que se fueran, que no lloraran a Danilo, que borraran de sus rostros la expresión compasiva que tanto rechazo me causaba. Miré a Miguel, ubicado a un costado, tan inexpresivo que se me dio por preguntarme si no lamentaba la pérdida que habíamos sufrido. Sabía que su amistad no estaba en el mejor momento pero habían sido hermanos de la vida. La realidad me golpeó cuando el cura trajo hasta nosotros una pequeña urna con los restos de mi adorado gigante y nos la entregó. Volví a caer de rodillas, con el receptáculo entre las manos, Rau ubicado detrás mío me abrazaba con fuerza. Por el movimiento de su cuerpo en mi espalda, supe que lloraba a la par mío.

Me era imposible volver a la rutina, quería respetar los horarios de Ludo, avanzar con la educación de Gabriel pero el dolor punzante en mi pecho, era insoportable.

Varias noches me había despertado agitada, en sueños Danilo me había poseído y yo había sido tan feliz entre sus brazos, que abrir los ojos a la cruda e inesperada realidad me hacía prorrumpir en gritos que sofocaba con la almohada para que nadie me escuchara.

Nos habíamos quedado en el departamento del sexto piso, porque yo no tenía cabeza para pensar en mudarnos a ningún lado. Algunas noches, cuando Miguel trabajaba hasta tarde, Rau dormía con nosotros tres.

Estaba por cumplirse un mes del último día en que había visto a Danilo, ingresé al departamento del séptimo piso ansiosa por encontrarme con sus pertenencias. Rau me pedía a diario que buscara ayuda profesional, decía que un tanatólogo me guiaría en mi proceso de duelo, pero yo no pensaba hacerlo. Me negaba a creer que ya nunca más lo vería, me negaba a creer que mi gigante se había ido para siempre.




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