Devórame otra vez

33. DANILO

Llevábamos meses muy malos, cada uno de los cargamentos que habíamos intentado despachar hacia Europa había sido interceptado y robado en su totalidad. Omar estaba inmanejable, nadie se le podía acercar, incluso Mario le rehuía. Nos habíamos juntado con las cabezas de la organización contraria, los hermanos Carenzo, solo para encontrarnos que la situación para ellos era la misma. Me llamó la atención un chico mucho más joven que yo, que no dejaba de mirarme. Mario que observó lo mismo, sin que yo le hiciera preguntas me marcó que se trataba del hijo menor de uno de los Carenzo, Pierluigi. Por más italiano que fuera el tal Pier, no tenía pasta para comandar una banda delictiva ni aunque reencarnara en tres vidas.

Mientras Omar escanciaba whisky, los Corenzo le ofrecieron la cabeza de El Tío, siempre y cuando diera con el misterioso enemigo en común. Pierluigi se me acercó y en perfecto español pero con marcado acento se presentó.

—Danilo —ofrecí mi mano.

—Sé quién sos —no se amilanó por la fuerza que conferí al saludo ni esquivó mi mirada— me han hablado “molto” de tí.

La idea previa que me había hecho del muchacho, se desbarató, como el prejuicio que era, con aquellas simples palabras. Pierluigi se había acercado a mí por algún motivo que no pude descifrar aquella noche.

Enterarme de que Ana había aceptado pasar el tercer cumpleaños de Ludo en la finca me llenó de felicidad. Sabía que tenía que comportarme con un caballero, ni siquiera me importaba si no me hablaba, solo necesitaba verla y sentir su aroma penetrante. Ana era el combustible que necesitaba para vivir.

Gabriel y Ludo me mantuvieron ocupado todo el día, mis hijos poseían una energía inagotable. Se lo remarqué a Cristina que había llegado junto a Fredi, Berni, Miguel y Rau por la noche.

—Dignos hijos de Ana, Danilo. —remarcó y el orgullo me ensanchó el pecho.

—Nunca se ha quejado o me ha comentado al respecto —respondí.

—Amor de madre, querido, porque convengamos que mi muchacha no destaca por su paciencia.

—Ana es excepcional —hablé en voz alta y por primera vez noté una mirada extraña en Berni.

—Sí, sos muy afortunado.

Esa noche Ana, a regañadientes, permitió que Ludo se mantuviera despierto hasta las doce para que toda la familia reunida en su honor, celebrara su vida. Nuestro hijo, era un niño muy amado que iba de brazo en brazo, recibiendo besos y regalos por igual. Gabriel ayudó a su madre a repartir la torta y luego todo el mundo partió a descansar.

Gabriel y Ludo hicieron un buen berrinche hasta que Ana desistió y les permitió dormir conmigo. Ni hice el intento de buscar colchones extras porque sabía que deseaban dormir en mi cama y allí también los necesitaba yo. Quería tenerlos cerca, velar su descanso y disfrutarlos al despertar.

Me estaba quedando dormido cuando sentí unos pasos que se acercaban. Alcancé la mesa de luz en busca de mi arma, no necesité agarrarla porque una voz débil me llamó. Me puse de pie lentamente, me coloqué una cardigan de lana porque la noche estaba helada. Volví mi vista sobre mis hijos, dormían plácidamente, tapados hasta el cuello y mirándose uno al otro. La pose me hizo sonreír de felicidad pura, seguí caminando hasta abrir la puerta.

—¿Qué pasó, Berni? —pregunté mientras oteaba el predio a espaldas de la muchacha.

—¡Sos tan hermoso! —me sorprendió acariciándome la mandíbula, instintivamente hice un paso atrás golpeándome con la puerta.

—Berni, has tomado de más. —fue lo único que dije.

—Puede ser, pero lo que digo lo pienso desde hace mucho tiempo atrás.

Dio un paso adelante para acercarse, yo la detuve tomándola por las muñecas cuando levantó sus manos para volver a acariciarme.

—Berni, yo te aprecio mucho y por ese cariño te pido que vuelvas a tu habitación.

—Ella ya no te quiere. —disparó sin piedad, no necesitaba que explicara de quién hablaba.

—Lo que acabás de decir es hiriente y no lo merezco —hablé firme— Vos no sabés qué es lo que Ana siente por mí.

—Se acuesta con otros hombres, yo nunca te haría eso.

—Bernarda, no olvides nunca que estás hablando del amor de mi vida, de la madre de mis hijos ¿Escuchaste? —no se movió ni dijo nada— Y de paso te aclaro que así Ana nunca vuelva a ser mi compañera, el sentimiento que tengo hacia vos, es simplemente amistoso.

—Si me dieras una oportunidad…

—Andá a dormir, Bernarda, es tarde y hace frío.

Se quedó mirándome unos segundos, el silencio fue realmente incómodo. Advertí lo que pensaba hacer en el momento en que movió sus manos por el filo de la bata que la cubría. La detuve antes de que pudiera abrirla frente a mí, presionando sus muñecas y sin preocuparme por las lágrimas que asomaban por sus ojos la apuré para que se alejara.

—Dentro de mi habitación, duermen mis hijos. ¡Por favor, frená esta ridiculez!

Se alejó corriendo y llorando, esperé hasta que se perdió de mi vista. Antes de volver a la cama, escudriñé los alrededores, una sombra se proyectaba demasiado cerca de mí, sonreí al reconocerla.

Caminé hasta ella para descubrirla, cuando la tuve frente a mí, nos sostuvimos la mirada sin decir ninguna palabra. Sus ojos verdes eran mi perdición. “¿Y qué si se acuesta con otros hombres?”, pensé. “Yo también lo he hecho, tantas veces que ni siquiera recuerdo cuantas y sé que jamás me he entregado como lo he hecho con ella.” Volví a la realidad porque la vi tiritar por el frío, me quité el abrigo y lo pasé por sus hombros.




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