Saber que Ana había tenido amantes, era una cosa. Tener que conocerlo y verlo interactuar con la madre de mis hijos, era otra muy diferente. Pierluigi Carenzo era mi antítesis: rubio, delgado, de facciones delicadas, asquerosamente rico desde la cuna y de modales refinados con su marcado acento italiano.
Entendía perfectamente qué él se hubiera fijado en ella. Ana cada día estaba más hermosa y sexi, la maternidad le había acentuado toda la belleza. Pero no podía comprender qué los unía, qué punto en común había logrado que ella se fijara en semejante boludo.
La carcajada de Miguel retumbó en las paredes, cuando luego de preguntarme el motivo de mi malestar, escuchó mis dudas.
—Enfocate —me cabreé— necesito entender. ¿Qué puede ver Ana en un pibe tan diferente a mí?
—¡Eso mismo! —Respondió remarcando lo que para él era obvio y para mí no.
—¿No te cansás de tomarme el pelo?
—Es posible que esté buscando a alguien bien diferente a vos. ¡Y mierda que lo consiguió! —siguió burlándose.
—¡Ni pelo en los huevos tiene!
—¡Danilo! —se incomodó mi socio— ¿Por qué tengo que escuchar esas cosas?
—¿Cuántos años creés que tiene?
—La misma edad que Ana y que Rau, lo leí en los informes que confeccionó el investigador privado de Omar.
—Miguel, nadie lo respeta. El padre y el tío lo tratan como al “che pibe”, se quejan de él y lo ponen mal frente a todos.
—Quizá Ana conoció otra cara de Pierluigi.
—No sé qué voy a hacer al respecto.
—Nada —habló firme, mi amigo—. Ana y vos están separados, te guste o no ella puede rehacer su vida. Olvidate del tal Pier y seguí en lo tuyo.
—Hablás como si fuera fácil.
—Sé que no es fácil pero es lo que te conviene hacer. No podés enemistarte con los Carenzo, Omar te mata y tampoco pienses en echárselo en cara a Ana porque dejame recordarte que tu historial sexual es bastante más cuantioso.
—No sé para qué mierda me preguntás qué me pasa. No ayudás en nada, Miguel. ¡En nada! —Me quejé, terminé mi vaso de whisky de un trago y me encaminé hacia la habitación donde mis hijos ya estaban siendo acostados.
Entré sin golpear la puerta, sabía que Ana la compartía con ellos.
—¡Api! —gritó Ludo, suavizando la mirada que su madre me dedicaba.
—¿Vas a dormir con nosotros? —preguntó Gabriel entusiasmado.
—Sí —respondí y de inmediato le hablé a Cristina—. Andá a descansar, ha sido un día muy largo. Yo ayudo a Ana a dormir a los chicos.
La mujer no dudó en besar a los niños y retirarse del lugar. Ana molesta se alejó hacia el baño, cerré con llave la puerta de la habitación, le entregué a Gabriel el libro que leeríamos y les pedí que me esperaran mirando los dibujos de la historia. Como si supieran que algo sucedía, quizá sintiendo la energía negra que nos envolvía a su madre y a mí, hicieron caso. Una vez más, sin golpear ni pedir permiso me metí al baño tras de Ana. Antes de que alcanzara a despotricar contra mí, la tomé de la nuca y le devoré los labios que tanto habían ansiado volver a probar. Me desconcertó por unos segundos, que ella respondiera a mi beso con ardor. Había estado seguro de que debido a mi impulsivo acto me ganaría, como mínimo, una cachetada.
Ana abrazó mi cuello con sus brazos, yo la acorralé contra la pared frotándola contra mi hombría y ella terminó por enloquecerme al rodear con sus piernas mi cintura. Tan entregada como yo al placer que me había negado durante más de dos años.
—¿Api? ¿Ami? —escuchamos junto a dos golpecitos delicados en la puerta.
Nos separamos unos centímetros para comprender lo que acababa de suceder entre los dos. Ana bajó sus piernas, cuando supe que no se caería le quité ambas manos del trasero, muy a mi pesar. Ella con sus manos en mi pecho me alejó, se acomodó el pijama y el cabello y salió hacia la habitación donde nos esperaban los niños.
—¿Todo bien, mami? —indagó Gabriel.
—Sí, mi amor —respondió ella un tanto nerviosa en el momento en que yo aparecía en la sala.
—¿Cómo se llamaba el cuento que elegimos? —pregunté para evitar que Gabriel siguiera sacando conclusiones. Solo con verlo a los ojos pude entender que estaba atando cabos, era un niño tan astuto como su madre.
—”Contar hasta diez” —me recordó— pero es un libro para bebés —se quejó, olvidando el momento anterior—. Yo ya no soy un bebé.
—¡Abi no bebé! —acotó Ludo que repetía todo lo que su hermano decía.
Los tres reímos, Ana le prometió a Gabriel que una vez terminado el cuento para Ludo, sería su turno de elegir uno.
Dormimos juntos los cuatro durante dos semanas y aunque la tensión sexual entre Ana y yo era ingobernable, nos mantuvimos apartados.
La paz se terminó ni bien mi familia volvió a su rutina. Omar cansado de que los envíos de producto fracasaran, decidió que seríamos nosotros mismos quienes lo transportarían hasta el avión que luego volaría con la mercancía. Había desembolsado demasiados dólares en coimas como para perder el cargamento. Miguel y yo íbamos sentados en la Traffic tras Omar y Mario, todo parecía salir según lo planeado hasta que una soldadesca nos atacó.