Capítulo 30
Sonriendo así, Sergio dio la vuelta al coche y finalmente giró a la derecha, justo donde Orisia le había indicado. Y allí estaba el camino hacia los bloques de apartamentos.
Orisia le señaló cuál era su entrada, y Sergio aparcó cerca. Salió del coche y frunció el ceño de inmediato: junto a la entrada, como era habitual en esos patios apartados, se sentaban tres abuelas en un banco. Las noticieras locales, chismosas profesionales, una sustitución exitosa y creativa de la radio, la televisión y el internet.
Al ver a Sergio, y luego a Orisia, que saltó del coche y le tomó de la mano, las mujeres empezaron a cuchichear con entusiasmo y a comentar algo entre ellas.
— Bueno, llévame a tu casa —dijo Sergio, con expresión de piedra.
"Recuerda: estás aquí por primera y última vez", se repitió a sí mismo. Pero aun así, sintió una ligera inquietud ante esas tres matronas sentadas junto a la entrada. Probablemente todo el mundo siente eso: no exactamente miedo, sino esa leve molestia, esa sensación incómoda de ser juzgado, con cada defecto señalado.
Cuando se acercaron al banco, una de las abuelas, una señora corpulenta enfundada en un suéter rosa con grandes botones sobre su pecho monumental, preguntó con tono exigente:
— ¡Buenas tardes! ¿A quién vienen a ver?
— ¿Y acaso tenemos que dar explicaciones a cada persona que encontramos en el camino? —respondió Sergio.
— No dar explicaciones, solo contar —sonrió la segunda, una abuela con gafas de gruesos cristales, parecida a la profesora de matemáticas de Sergio. Habría sido mejor que no sonriera. Porque cuando sonreía su profesora de matemáticas, significaba que Sergio tenía problemas con el examen.
— Ajá —chilló la tercera abuela, escupiendo cáscaras de semillas de girasol en un cucurucho de papel que tenía en el regazo—. Veo que han venido con Orisia. ¿Qué travesura ha hecho ahora esta niña?
— ¡No hice nada! —protestó Orisia—. Ustedes no miraron bien dónde se sentaban, ¡por eso acabaron en un chicle pegajoso! ¡Tenían que haberse puesto las gafas!
— Ajá —frunció los labios la abuela, escupiendo otra vez en el cucurucho—. Pero esos chicles no eran uno ni dos, ¡eran como veinte! Y todos perfectamente alineados. Y alguien, Orisia, notó muy bien que yo había olvidado las gafas. ¡Fue idea tuya, confiesa!
— Abuela Olia, yo no fui —respondió la niña con convicción—. Fueron los chicos del bloque vecino que estaban bromeando, y me culparon a mí solo porque estaba cerca jugando...
— Está bien, no vamos a recordar lo que ya pasó —dijo la primera abuela, la dama monumental, haciendo un gesto con la mano—. Entonces, ¿quién eres? A dónde vas ya lo entendimos. A lo de Vira del apartamento treinta y ocho. Pero ella no está en casa. Se fue, ¿verdad?
La mujer miró a sus compañeras:
— ¿Se fue? Llevaba una maleta grande. La vi por la ventana a las seis de la mañana.
— Yo todavía dormía —dijo con envidia la abuela con gafas, parecida a la profesora de matemáticas—, pero puede ser. Siempre anda de viaje.
— ¿Entonces dice que la madre de Orisia no está en casa? —preguntó Sergio, dándose cuenta de que podía obtener mucha información de ese trío, que probablemente lo sabía todo de todos en ese edificio. Decidió lanzar unos halagos para ablandarlas y que le contaran más sobre la mujer que le había dejado a la niña.
— Seguro que ustedes conocen a todos los del edificio, ¿verdad? —dijo él—. Tienen buena vista, buen oído, y todos los días alegran los ojos de los vecinos con su trío inigualable.
— No, no está. Se fue por la mañana, probablemente a otro viaje. Y Orisia debía estar con su tía Svitlana, siempre la deja con ella cuando se va. Vive en el bloque de al lado. ¿Por qué no estás con Svitlana? —preguntó a la niña.
— Tía Svitlana se fue de vacaciones —dijo Orisia—. Por eso mamá me mandó con mi papá. ¡Él es mi papá, mucho gusto! —declaró de repente, señalando a Sergio.
Tres pares de ojos, asombrados, sorprendidos e impactados, se clavaron en Sergio como dagas. Y en todos ellos brillaba la anticipación de una gran noticia... y de jugosos chismes.