Capítulo 1
—¿El señor Sergio Lozar? —preguntó el mensajero, hojeando rápidamente los documentos que tenía en la mano. Los papeles temblaban un poco entre sus dedos, y Sergio frunció el ceño con desaprobación.
“Seguramente ya bebió por la mañana. Aunque ahora los servicios postales supuestamente controlan eso. Pero bueno, hay de todo tipo de gente”, pensó el hombre, molesto.
—Sí, soy yo —respondió Sergio, nervioso por la posibilidad de llegar tarde a una reunión que él mismo había programado para las nueve de la mañana.
Estaba casi listo para salir de casa cuando sonó el timbre. Sergio trabajaba mucho, casi todo el día, y exigía lo mismo de sus empleados. A veces le gustaba comprobar cuán puntuales eran sus colaboradores...
Qué raro, son las ocho. ¿Los servicios postales empiezan a trabajar tan temprano?
—Tengo un envío para usted —el mensajero le empujó a Sergio un papel y un bolígrafo—. Firme aquí, por favor, para confirmar la entrega.
Sergio tomó el bolígrafo automáticamente y garabateó su firma junto a la marca donde el mensajero le señalaba. El joven le arrancó de inmediato el documento de las manos y un gran alivio se reflejó en su rostro. Incluso sonrió ligeramente.
Luego pareció darse cuenta de algo, guardó rápido el papel en lo profundo de su mochila y dijo:
—¡Gracias! Me voy, y usted… ya se encarga de esto —y dio un paso hacia las escaleras.
—¡Eh! ¿Y el paquete? ¡Se le olvidó entregarlo! —le gritó Sergio al muchacho.
Éste se detuvo, miró por encima del hombro y dijo, señalando hacia el ascensor:
—¡Ahí está! Esa niña es su paquete. O sea… e-e-em… el envío. La entrega. Ejem. Le traje a ella.
Cerca del ascensor, de espaldas a ellos, estaba una niña de unos cuatro o cinco años, con un vestido blanco, sandalias rojas y dos trencitas atadas en las puntas con gomitas rosas.
Sergio se quedó mirando al mensajero como si estuviera loco.
—¿Esto es una broma? —dijo, señalando a la niña con la cabeza.
La niña se volvió, apartando la vista de los dibujos poco decorosos garabateados sobre el ascensor, miró a Sergio y, como si nada, dijo:
—Hola. Soy Orisia. Mi mamá dice que tú eres mi papá.
Lozar dio un respingo por la sorpresa y casi cerró la puerta de golpe, al comprender que si decía aunque fuera una palabra, se metería en un gran lío. Sentía con todo su cuerpo que así sería. Pero su experiencia de años resolviendo cosas justo allí donde más miedo daban y donde más temblaban las manos, pesó más. Sabía que los problemas no desaparecen con un chasquido o simplemente cerrándoles la puerta.
Miró una vez más a la niña, luego al mensajero, intentando entender si era algún error extraño o una broma estúpida. Pero el rostro del joven no mostraba ninguna emoción; él retrocedía hacia las escaleras, sin siquiera intentar tomar el ascensor. Sabía que ahí podían acorralarlo, mientras que por las escaleras tenía al menos una oportunidad de huir.
Sergio Lozar, jefe de una gran corporación, era un hombre que siempre sabía lo que hacía. Su vida estaba planificada al minuto, y todos los asuntos, reuniones y acuerdos seguían un horario estricto. Nada de sorpresas, nada de emociones, y mucho menos —¡nada de niños!
La pequeña con sus trencitas graciosas, su chaquetita colorida y una mochilita rosa a la espalda claramente no encajaba en su agenda de hoy ni en su vida meticulosamente organizada.
—Debe de haber un error —dijo por fin Sergio, con un tono de voz que ahora llevaba acero. Con esa voz, sus empleados solían esconderse en sus oficinas como ratones en sus madrigueras, sin atreverse a salir en todo el día—. Yo no he pedido… e-e-este tipo de entrega. ¡Devuélvanse a la niña!
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Queridos lectores, esta será una historia tierna, romántica, con misterio y mucho humor, que espero sinceramente que les encante.
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