Capítulo 5
Sergio Lozar abrió la puerta de la oficina con su acostumbrado gesto amplio, inhalando el olor familiar. Hacía tiempo que había notado que los espacios de oficina, al igual que los apartamentos, las casas, y otros edificios donde las personas pasan mucho tiempo, pierden su olor inicial —ese a construcción o a pintura fresca— y adquieren uno propio, individual, característico. Por ejemplo, cuando regresaba a casa, a su lujoso apartamento en el quinto piso, siempre respiraba un aire con aroma a frío, a escarcha. Le parecía que el aire de su casa olía igual que el de un congelador. Como cuando abres la puerta del congelador y ese olor te golpea.
La verdad, Sergio no amaba su hogar, por muy suyo que fuera. Había hecho una renovación de lujo, instalado una alarma de última generación, equipado el lugar con lo más moderno en tecnología, pero… siempre hacía frío. Como en un refrigerador. Y olía igual. Aunque la calefacción funcionaba perfectamente, no había motivo de queja. Probablemente no era el cuerpo el que sentía frío, sino el alma del hombre.
Pero en esas cosas tan elevadas Sergio no pensaba. ¡Faltaba más! Tenía un lugar donde dormir, dejar ropa vieja y recoger la limpia —y con eso le bastaba. Una vez por semana, venía la señora de la limpieza contratada para poner todo en orden. Comida, la pedía del restaurante de al lado. Todo era perfecto, cómodo, pero… frío.
En su oficina siempre olía a clips metálicos. Ese olor metálico, ligeramente amargo.
El hombre avanzó rápidamente por el pasillo. Orisia apenas lograba seguirle el paso. Caminaba a pasitos cortos detrás de él, observando las abstracciones en las paredes y la alfombra beige a cuadros bajo sus pies.
Sergio caminaba, algo sorprendido. Porque ese día no había venido solo a la oficina. A su lado —es decir, ya detrás de él— con su mochilita al hombro, corría una niña. Una niña que desentonaba completamente con los interiores de vidrio y metal cromado de las oficinas. Demasiado brillante, demasiado distinta…
—Papi, ¿por qué todos aquí están tan serios? ¡Como estatuas! —Orisia observaba atentamente a los empleados que comenzaban a ocupar sus puestos.
Ellos también lo miraban con gran asombro. ¡Su jefe había llegado con una niña! Era tan inusual que a todos se les salieron los ojos. Sergio entendía perfectamente que ese día los chismes en la oficina volarían como ráfagas: decenas, cientos de versiones sobre quién era esa niña. Sobre todo porque Orisia lo llamaba “papá” en voz alta. Aunque le había pedido que no lo hiciera. Se lo pidió en el coche. Se lo ordenó al bajar. Pero… La niña era tan abierta y espontánea que, seguramente, ya había olvidado todas sus instrucciones… Solo soltaba preguntas inesperadas que exigían respuestas detalladas…
Sergio ya casi se había acostumbrado a esas preguntas y, en lugar de responder, solo alzaba las cejas. Estaba de un humor de mil demonios. Lanzaba miradas furiosas a los empleados —y ellos se escondían tras las puertas de sus despachos, listos para cotillear a gusto... Porque vaya si había tema. ¡Algo grande había muerto en el bosque! ¡El jefe trajo una niña a la oficina! ¡Oh, sí! Ese día prometía ser una dura prueba para el señor Lozar.
En la puerta de su despacho los recibió Ángela Kolos, su colega y, si se quería ser más preciso, su amante. Dormían juntos de vez en cuando, cuando Sergio quería relajarse o Ángela insistía. Un romance de oficina, sin consecuencias. Cómodo para ambos. Al menos, eso pensaba Sergio.
Ángela, como siempre, con un maquillaje impecable pero discreto, y un look de oficina cuidado hasta el último detalle, parecía sacada de la portada de una revista para ejecutivos.
Pero su mirada esa mañana era tan afilada como los tacones de sus elegantes y carísimos zapatos.
—Hola —saludó con un leve gesto de cabeza, ya que no había nadie del personal cerca. Mantenían su relación fuera del ámbito laboral en secreto. Aunque, por supuesto, toda la oficina lo sabía. —¿Y este pequeño milagro? —su voz sonaba tensa, incluso hostil.
Sergio sintió la tensión en sus palabras y trató de explicarse brevemente, sin entrar en detalles:
—Ella es… Orisia. Es…
—¡Soy su hija! —interrumpió la niña, corriendo hasta Sergio y agarrándolo del brazo del saco. —¿Y usted quién es? ¿La madrastra?