Capítulo 9
Orisia estaba sentada en una enorme sala de conferencias y casi no escuchaba cómo su papá regañaba a uno de sus subordinados. Sabía que los adultos podían discutir, incluso gritarse, pero esos eran sus problemas de adultos. Mientras no se tratara de su comportamiento, ella estaba tranquila.
En cambio, algo la atraía con una fuerza irresistible: esa bicicleta pequeña que estaba en la esquina, junto a dos más grandes. Era de color rosa, brillante, decorada con mariposas.
Tenía un timbre con el que se podía hacer ¡din-din!, y adelante y atrás — dos pequeñas canastitas donde se podían guardar juguetes y otras cositas. Orisia dibujaba, pero en realidad solo pensaba en montar esa bicicleta… ¡lo deseaba con todo su corazón!
Nunca había tenido una así — tan bonita y colorida. Mamá siempre decía que una bicicleta era muy cara, y que cuando creciera, podría comprarse la que quisiera. Por ahora, podían alquilar una o ella podía pedirles a sus amiguitas del parque que le prestaran las suyas. Pero no era lo mismo. ¡Esas no eran suyas! Y ella quería tener la suya propia…
Y el deseo fue tan fuerte, que, mientras Sergio buscaba entre unos papeles alguna prueba sobre el uso de bicicletas en las ciudades, Orisia se deslizó en puntitas de pie hasta la esquinita… y se subió al milagro rosa.
Y sucedió, claro, totalmente por casualidad, que… ¡la niña comenzó a pedalear! Y andar en esa bici era simplemente maravilloso. La sala de conferencias era tan grande, que alcanzó a pedalear hasta casi llegar a la silla de su papá, y su mano, como por reflejo, tocó el timbre.
— ¡Din-din! — sonó justo frente a la nariz de Sergio Lozar. Él la miró, sorprendido, y vio a la niña sobre el triciclo, observándolo con sus grandes ojos azules, ingenuos.
— ¿¡Pero qué es esto!? — exclamó, alejando los papeles. — ¡Orisia, te dije que te quedaras quieta! ¡Que no interrumpieras! — rugió Sergio, tan fuerte que todos sus empleados se encogieron en sus sillas. Sabían que cuando el jefe se enfurecía, lo mejor era callar y desaparecer. Alejarse de su vista. — ¡Te dije que no tocaras nada! — continuó, irritado.
Ángela, sentada a un lado, frunció los labios con desprecio. Abiertamente disfrutaba ver a Sergio perder la paciencia. Verlo enfadado con esa niña que, vaya a saber de dónde había aparecido en su oficina.
Pero Orisia no sabía que cuando Sergio se enojaba, lo mejor era huir de inmediato. Así que simplemente dijo:
— Solo quería comprobar si de verdad era tan genial como ustedes decían… — dijo, mirándolo con total inocencia.
— Ajá… ¿Y sabes cuánto cuesta? — Sergio se frotó la cara, agotado. — Valentina Pavlivna, ¡lleve a esta niña a otra parte! Nos interrumpe la reunión. Te pedí que te quedaras tranquila dibujando. ¿Por qué no me obedeces?
La secretaria, que ya llevaba rato parada a un lado, asintió y le tomó la mano a Orisia. La niña acababa de bajarse de la bicicleta y ahora estaba con la cabecita baja.
— Pero… yo inventé un anuncio… — murmuró la niña, sin levantar la vista...