Con el idiota en el asiento trasero de la camioneta de Aaron, mi adrenalina está tan alta que siento las manos entumecidas. Él, a mi costado, está tan tenso que sus nudillos se ven blancos sobre el volante. Me obligo a enfocarme en él solo para no matar al hombre que estamos secuestrando juntos. Me incorporo un poco en el asiento al darme cuenta de ese hecho.
— ¿Realmente estás haciendo esto por mí?
Aaron gira la cabeza hacia mí con una sonrisa torcida. Sus ojos brillan intensamente, aún más rojos bajo la escasa luz de las farolas que pasan a toda velocidad por las ventanillas.
— No seas egocéntrica —dice sin dejar de mirar el camino—. Pero sí.
Me quedo mirándolo, con el corazón golpeándome el pecho como un tambor de guerra. Sé que debería estar pensando en la locura que estamos haciendo, en las consecuencias, en lo que puede salir mal. Pero lo único que puedo pensar es que él lo haría otra vez. Por mí.
— ¿Qué vamos a hacer con él? —pregunto, bajando la voz. No por miedo, sino por la sensación de estar al borde de algo irreversible.
Aaron no responde de inmediato. Sus dedos tamborilean una vez sobre el volante antes de hablar.
— Lo necesario.
El silencio que sigue se siente más pesado que los grilletes que ese imbécil debería tener puestos. Me doy vuelta apenas, lo justo para mirar por encima del hombro. Está consciente. Tiene la boca tapada y los ojos desorbitados, pero consciente. Bien. No quería que se perdiera esto.
— ¿Lo conocías? —pregunto, todavía con la mirada clavada en él.
— No personalmente —responde Aaron—. Pero sabía quién era.
Vuelvo a mirarlo. Hay algo en su tono que me da escalofríos. No porque suene frío, sino porque no suena en absoluto arrepentido. Al contrario.
— ¿Y por qué ahora?
Aaron aprieta la mandíbula. El músculo se le marca como si estuviera tallado.
— Porque fue tras de ti.
Una ráfaga me recorre la columna. No sé si es miedo, orgullo o un poco de ambas. Pero me siento protegida. Y peligrosa.
— No piensas matarlo… ¿no?
Esta vez sí me mira. De verdad. Y no hay sonrisa.
— Depende totalmente de ti.
Mi teléfono comienza a sonar en el silencio de la camioneta y se me escapa un latido del corazón. Es un número desconocido y bloqueado. Apenas atiendo la llamada, una voz distorsionada acaricia mi oído.
— Qué lindo ver cómo se ensucian las manos por ti, Devyn —dice la voz, arrastrando las palabras con una calma que hiela la sangre—. Pero estás jugando a un juego que no sabes cómo termina.
Me quedo paralizada. Aaron me lanza una mirada rápida, pero no digo nada. No todavía.
— ¿Quién eres? —logro decir, aunque la garganta se me cierra.
— ¿Importa? —se ríe, suave, como si estuviéramos compartiendo un secreto—. Dile a tu madre que no es seguro salir sola en largas caminatas. Uno nunca sabe lo que puede pasar cuando alguien se distrae en una esquina.
El aire se me va de los pulmones. Mi cuerpo reacciona antes que mi cabeza. Cuelgo. O creo que lo hago, porque el teléfono cae al piso.
— ¿Qué pasó? —pregunta Aaron, con los ojos rojos encendidos, listo para estallar.
Pero no puedo hablar. No todavía.
Mi silencio es interrumpido por una llamada al todo terreno del auto. El celular de Aaron suena fuerte en medio del silencio cargado, y él maldice por lo bajo antes de sacar el móvil de su pantalón. No pone altavoz, no dice nada a los demás. Solo desliza el dedo y atiende.
No puedo distinguir lo que mi jefe está diciendo, pero sí sé muy bien que está gritando. Aaron aleja el teléfono de la oreja un segundo, con fastidio.
— Estamos yendo hacia tu lugar, dejá esa actitud de mierda —espeta, y sin más, corta la llamada.
Lo miro, sorprendida. Primero por cómo se le planta a Igor. Segundo, porque le corta. A él. A Igor. Nadie hace eso.
Sus ojos se cruzan con los míos por un instante. No hay sonrisa juguetona, ni ceja levantada, ni esa tensión divertida que a veces se le escapa. Solo una expresión de piedra. Y ese silencio imposible de leer, tan espeso que me dan ganas de bajarme de la camioneta y matar al idiota que está detrás, solo para romperlo.
Ahora es mi teléfono el que empieza a sonar. Sigo mirando a Aaron, sin saber cómo interpretar sus reacciones. No me siento afectada, al menos no de la forma que esperaría. No sé cómo calmarlo, ni qué decirle para que me crea que estoy bien. Sus ojos están tan cargados, tan intensos, que siento que algo se va a romper si hago o digo lo incorrecto.
El nombre de Carlos aparece en la pantalla y me siento aliviada… por un segundo.
— ¡Devyn! Escuchá, no hagas nada más que llevar a ese imbécil al sótano, ¿entendido?
Asiento, aunque sé que no puede verme.
— No actúes sin que le saquemos algo de información, Devyn. —Vuelve a repetir mi nombre, como si no supiera ya lo que está en juego, como si no estuviera lo suficientemente furiosa.
— Lo sé —respondo con los dientes apretados.
Cuando Aaron finalmente detiene la camioneta frente a la mansión, se gira hacia el asiento trasero y lanza un puñetazo. El golpe resuena seco y certero. Me dan ganas de reírme: se contuvo todo el camino y, para una vez que no soy yo la que actúa sin pensar, voy a tener que explicarle a Carlos que esta vez no fui yo.
Aaron baja del todo terreno con furia contenida. Abre la puerta trasera, toma al tipo del pelo y lo arrastra hacia afuera sin ningún cuidado. El cuerpo cae al pavimento con un golpe sordo. Ahí está. Esa sonrisa. La misma que vi la primera noche que nos conocimos. Esa sonrisa torcida, peligrosa, que ahora me resulta reconfortante. Las circunstancias son parecidas y, por un instante, quiero correr y abrazarlo.
Salgo al aire helado de la noche y respiro hondo. Observo cómo le arranca la ropa a tirones al tipo, dejándolo solo en unos boxers raídos. No deberíamos estar haciendo esto justo en la puerta, pero nadie aparece para frenarlo. Eso solo puede significar que Igor dio la orden de no intervenir… o que está demasiado enojado para salir a detener a Aaron.