El pequeño Eufrasio subió a la superficie para chupar las lombrices que se le eran puestas.
Los tres menores habían salido nuevamente a buscar exitosamente comida para su pez mascota. Había pasado un mes desde el encuentro con Nicolás, y en ningún momento le volvieron a ver. Se rumoreaba que había sido expulsado del orfanato, pero Boni no lo creía; la gente ahí no era de ese tipo de personas, incluyendo el hecho de que, si lo echaban, Nicolás no tendría a dónde ir. Si querían decir que lo habían expulsado, al menos sería a un correccional, pero ese chico odiaba esos lugares y huiría en menos de nada. Sin embargo, Boni aún no creía que lo habían sacado, eso era imposible.
Recordó que cuando se había acercado a Nicolás, cuando lo había encarado de aquella manera en un momento de ira, vio algo en sus ojos, algo que no pudo descifrar; era un brillo que no estaba ahí, una especie de chispa opaca que alguna vez brilló. El punto era que eso encendió la curiosidad del azabache; debía confesar que en parte sentía mucha pena por el menor, pues, como todos en el orfanato, debía tener una historia detrás.
Cuando Boni salió de cuidados, inmediatamente se había estado dedicando a buscar a Nicolás, por lo que solía desaparecer con mucha frecuencia, pero, con la misma frecuencia que se escabullía para escapar, no obtenía resultados de su búsqueda; nunca lograba encontrar al menor.
Quería saber qué era lo que ocultaba detrás de ese brillo apagado; quería saber por qué era así, cuál o quién había sido la razón de su forma de ser, porque, hay que ser honestos, un niño de nueve años no se porta como Nicolás lo hacía.
Cualquiera diría que era imposible ablandar su corazón, y le llamarían raro o hasta loco por tratar de hacerlo después de que él le haya lastimado su cuerpo al lanzarlo escaleras abajo, o por haber herido a sus hermanos. Pero Boni creía que todos merecían amor, sin importar lo que fueran o como fueran, todos son humanos, y una diferencia no los hacía diferentes.
Tal vez al principio nunca se le quiso acercar, pero era porque tenía miedo de hacerlo. Muchas veces Boni vio a Nicolás sonreír, pero eran de las sonrisas que no mostraban exactamente amabilidad o una mínima felicidad; eran sonrisas de pura satisfacción. El chico siempre se mostraba intimidante ante todos, queriendo pisotear a los demás, incluso comía solo en una mesa porque la habitación siete le tenían mucho miedo; la habitación en la que él dormía. A pesar de que compartía aquella, nunca le gustó estar con nadie; trataba al máximo de evitar a las personas de su alrededor, así que con mucha frecuencia faltaba a las clases y estaba siempre desaparecido; cuando aparecía, era para desquitarse con alguien, y aquel día la suerte les había caído a los tres niños.
Haber visto aquellos ojos desde tan cerca lo hizo querer conocer a Nicolás; haber visto esas ventanas que ocultaban su alma lo hizo querer saber cómo estaba, porque él podía recordar perfectamente que los ojos de Lucel se notaban similares la vez que había llegado al orfanato: sin vida. En sus primeros días, el castañito no hablaba con nadie, no compartía con nadie, no miraba a nadie… siempre estaba solo y era porque él quería estarlo. Sus ojos tenían una opacidad similar a la que había visto en Nicolás y eso hizo que el muchacho llamase su atención.
Tal vez, como logró ganar la confianza y la sonrisa del castañito, podría lograrlo con Nicolás.
Boni se levantó luego de haberse acabado las lombrices.
—Bueno, me tengo que ir —avisó.
Lucel y Elías cruzaron una mirada.
—¿De nuevo? —preguntó Elías y Boni asintió—. Déjame adivinar, irás a buscar a Nicolás.
—No. —Boni hizo su mejor esfuerzo para sonar lo más real posible, pero simplemente no funcionó, pues Elías elevó una ceja, a lo que Boni suspiró, derrotado—. Está bien. Sí.
—Pero, ¿por qué, Boni? Quiero decir, no digo que esté mal que lo hagas. Sólo que no comprendo.
—Bueno… quiero conocerlo.
—Pero él nos lastimó —dijo Lucel, tomando su tobillo, que había sufrido un esguince, el cual estaba recuperándose bien.
—Por eso mismo, Lucelie. —Los contrarios sólo le miraron, confundidos. Bonie volvió a suspirar—. Quiero conocerlo y saber qué esconde detrás de esa actitud.
Elías le miraba algo asustado.
—¿Estás consiente de que eso es muy peligroso? —El azabache asintió y Elías insistió—: Tampoco sabes dónde podría estar.
—Por eso voy a buscarlo.
—¿A Mamá Sonia no le va a enojar? —preguntó Lucel.
—Pues, espero que no.
Elías suspiró.
—Por favor, ten cuidado, hermano.
Boni sonrió.
—Lo tendré. —Dicho esto, comenzó a caminar a la puerta de la habitación.
—¡Te cubriremos! —le dijo Elías y Boni le amplió la sonrisa.
—Gracias, chicos.
—¡Vuelve completo! —se despidió Lucel con un ademán.
El pelinegro se despidió con el mismo movimiento de mano y salió de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.
Después de un corto silencio, Lucel miró a Elías.
—¿Por qué lo dejaste ir, Elí?
El nombrado soltó un bufido y luego sonrió.
—Era eso o discutir con él sabiendo que voy a perder. —Miró al castañito a su lado—. Boni es testarudo; siempre que se propone algo, no lo deja por nada del mundo hasta lograrlo, y si alguien se lo impide, hay que prepararse para un súper berrinche.
Lucel frunció su rostro en preocupación.
—Tengo miedo de que le haga algo…
—Yo también —admitió y miró a la puerta por donde había salido el pelinegro—. Pero estoy seguro de que hoy tampoco lo encontrará, así que va a estar bien.
—Sí… —Lucel comenzó a jugar con Eufrasio.
Para Boni no era cosa rara ir a hurtadillas a la salida del orfanato; siempre hacía de las suyas para salir sin permiso, pues le gustaba buscar cosas en el patio, aunque ahora a quien buscaba, era Nicolás. Como primer lugar al que fue, fue la biblioteca. Había buscado ahí unas cien veces, pero era más probable encontrarlo ahí, ya que siempre veía a Nicolás leyendo un libro las veces que iba allí a buscar información con Elías. Estaba claro que a ese pequeño le gustaba leer, y esa podría ser una de las razones de sus desapariciones; y Boni no lo culpaba, a él también le encantaba la lectura, en especial de historias de aventuras épicas y ciencia ficción, ya que le parecía que eran las mejores. Para Boni, los libros eran el televisor que no podía tener.