Hoy han pasado tres meses.
Y aunque el alma todavía tiene cicatrices, ya no duele como antes. Entendí que ese día, cuando la prueba solo mostró una línea, algo se rompió, pero también algo nació. Fue el principio del fin… y también el inicio de algo nuevo.
No eras tú. Nunca fuiste tú.
Fui yo, soñando con un nosotros que solo existía en mi cabeza. Fui yo creyendo que el amor bastaba, cuando tú ni siquiera sabías cómo sostenerlo.
Hoy entiendo que fue lo mejor.
No tener ese bebé fue el regalo disfrazado más duro de mi vida. Porque me permitió verme. Sanarme. Reconocer que merezco un amor que no huya. Que no se victimice. Que me abrace cuando todo se cae.
Ahora, no busco a nadie.
Estructuro, hago y cumplo mis metas. Me miro al espejo y aunque a veces no lo veo, reconozco a esa mujer fuerte, sabia y luminosa que estaba escondida entre los restos de una relación que nunca fue hogar.
Y cuando llegue ese bebé —porque llegará— no será fruto de una ilusión rota, sino de una historia sólida, que no se base en la estabilidad sino en el desarrollo y evolución. Con alguien que me acompañe, no que me abandone. Con alguien que sepa que ser refugio no es una carga, sino un privilegio.
Pero no tengo prisa.
Porque si algo aprendí, es que no hay nadie más sabio que el tiempo correcto.
Y yo… estoy aprendiendo a confiar en él.