—No, mamá, no me hagas ir— refunfuñó Clara con una mueca de explícito disgusto.
—El tío Eduardo nos necesita, somos su única familia— trató de razonar su madre, acomodando el último plato lavado en el escurridor y cerrando el grifo de la cocina.
—El tío Eduardo no nos quiere cerca. Ha dejado eso en claro muchas veces— le retrucó su hija adolescente.
La madre suspiró, secando sus manos con un repasador:
—Clara, mañana es navidad. ¿Tienes el corazón tan duro como para dejar que pase ese día solo en su cabaña?
—A él no le importa— se encogió de hombros la chica.
—Irás a invitarlo— la amenazó su madre con un dedo en alto.
—¿Por qué no vas tú si tanto te importa tenerlo en casa esta noche?— le espetó Clara.
—Tengo un millón de cosas que hacer— protestó la madre—. ¿Crees que una cena navideña para doce personas se organiza sola?
Mara apretó los labios y desvió la mirada para que su hija no descubriera la verdad: Eduardo Lumno la odiaba profundamente y la culpaba de la muerte de su hermano, quien había sido su esposo y padre de Clara. Desde el terrible accidente que la había dejado viuda, Eduardo se había retirado a su cabaña a vivir en completo ostracismo, alejado de su familia y del mundo. Mara nunca se había atrevido a contactarlo y él no había hecho tampoco ningún intento por enmendar el abismo de indiferencia que los separaba, pero este año era especial, esta precisa navidad era especial…
Aunque Mara sentía que debía hacer el esfuerzo por integrar a Eduardo, su coraje no llegaba a tanto como para ir a invitarlo ella misma, por eso estaba presionando a su hija para que lo hiciera en su lugar.
—Vamos, Clara— la tomó de los hombros con tono conciliador—. Tú eres la única que puede sacarlo de su soledad, la única a quién hará caso.
—¿De qué estás hablando?— frunció el ceño la otra—. ¿Por qué me haría caso a mí?
—Tú eres su favorita de la familia.
—Eso no es cierto— meneó la cabeza Clara.
—Sí lo es— porfió su madre—. ¿Acaso no recuerdas ese hermoso anillo que te regaló para tu cumpleaños este año? Eres la única de la familia a la cual el tío Eduardo le ha regalado algo.
Instintivamente, Clara cubrió con su mano izquierda el anillo que llevaba en el dedo mayor de su mano derecha. Era de plata y tenía engarzada una gema violeta que había fascinado a Clara desde el primer momento. Eduardo la había interceptado una mañana, camino al colegio, y se lo había entregado bruscamente con las palabras: Úsalo siempre. Te protegerá. Lamento no poder hacer más. Antes de que Clara pudiera decir palabra, Eduardo se había alejado con pasos rápidos, desapareciendo al doblar la esquina. Al llegar a casa ese día, Clara había relatado el bizarro encuentro a su madre, aunque había omitido sus extrañas palabras. Su madre le había dicho que seguramente, su tío le había dado el anillo como regalo para su cumpleaños número dieciséis. Clara no estaba muy segura de que ese fuera el motivo: el regalo de su tío no había llegado a ella ni cerca del día de su cumpleaños. Su cumpleaños había sido en mayo y Eduardo le había dado el anillo la mañana del treinta y uno de octubre, víspera de Halloween. Clara pensaba que su tío no estaba muy bien de la cabeza, pero el anillo en verdad le gustaba y lo había usado todo el tiempo desde ese día.
—Clara, por favor, hazlo— le rogó su madre—. Que sea mi regalo de navidad.
Clara resopló disgustada, pero luego de un momento, asintió, no sin cierta reticencia. Eso iluminó el rostro de su madre, quien la abrazó con fuerza en agradecimiento.