Día de Poder

PARTE 2

Envuelta en su gruesa chaqueta de invierno, con un gorro de lana encasquetado casi hasta los ojos y una bufanda enrollada en su cuello, Clara se encaminó hacia la pequeña cabaña de Eduardo, en el borde este del pueblo. Su madre le había negado el uso del coche: ella lo necesitaba para ir al centro comercial y cargar víveres y paquetes. El pueblo no era tan grande como para ameritar transporte público. De hecho, la cabaña de Eduardo no quedaba a más de diez cuadras. Clara estaba acostumbrada a caminar, pero el frío de diciembre amedrentaba a cualquiera que se atreviera a desafiar la intemperie. Sin embargo, había aceptado su encargo y no le quedaba otro remedio que caminar con cuidado sobre la helada y resbalosa vereda, suspirando de vez en cuando con resignación.

Al pasar por el frente del centro comercial, recargadamente adornado con cintas rojas, luces de colores y figuras navideñas gigantes, Clara pudo percibir desde lejos el tumulto frenético de madres tironeando a renuentes hijos, padres quejosos, clientes exigentes y apresurados, y empleados agotados al borde del colapso, combinado con insultos perentorios de conductores tratando de estacionar sus coches lo más cerca posible de la entrada principal. Lo que se suponía debía ser armonía, paz y alegría navideña no era más que un torbellino de locura con un nivel de estrés tan palpable e ineludible, que el aura de histerismo y enajenación provocó que se le erizara la piel a Clara. Comenzaba a pensar que su visita obligada al tío Eduardo había sido mejor opción que acompañar a su madre al centro comercial. ¿Por qué la navidad estaba siempre envuelta en este frenético halo implacable?

Clara suspiró y siguió caminando. No tardó mucho en llegar a la cabaña de su tío, un poco apartada, construida cerca de un arroyo. Hacía muchos años que no venía a esta parte del pueblo y había esperado encontrarse con una casucha de madera agrietada, vieja y gris. Pero, para su sorpresa, los troncos de madera que componían la cabaña estaban bien barnizados y se notaba que habían sido cuidados con diligencia y perseverancia. Eso no encajaba con la idea de que el tío Eduardo era un viejo loco, solitario y depresivo, tan obstinado que se negaba a aceptar ayuda de la familia.

Clara avanzó por el sendero que conducía a la puerta principal y se detuvo a medio camino con una punzada de inquietud en el estómago. No era exactamente miedo, era… No, no podía ni entenderlo ni describirlo, pero de pronto, era como si tuviera la certeza de que forzar al tío Eduardo a asistir a la cena navideña no estuviera bien. Por un momento, pensó que tal vez era mejor si se volvía por donde había venido. Podía mentirle a su madre, decirle que el tío Eduardo la había echado a patadas de su casa, que no había querido saber nada sobre compartir la navidad con la familia.

Mientras elucubraba posibles excusas, la puerta de la cabaña se abrió bruscamente. Clara dio un respingo involuntario. Ante ella, el tío Eduardo se erguía prolijamente vestido y aseado, como un caballero de antaño haciendo guardia, con la mirada penetrante y vivaz, con el rostro sereno, casi resignado. Su aspecto y su actitud no condecían con lo que Clara había imaginado de él. La extraña desesperación y el rostro desencajado con el que la había abordado camino a la escuela hacía casi dos meses para darle el anillo, parecían haber desaparecido. En su lugar, había un estoicismo y una imperturbabilidad que ella nunca hubiese creído posible en un hombre como él, un hombre al que el resto de la familia despreciaba y consideraba mentalmente perturbado.

El silencio entre los dos se prolongó por un largo momento. Finalmente, Clara decidió romperlo:

—Mamá me envió a invitarte para la cena navideña esta noche— dijo, con toda la compostura que pudo reunir.

—Si tu madre supiera lo que realmente significa esta navidad, no se habría atrevido a enviarte— respondió Eduardo.

—Entiendo— asintió Clara, asumiendo que sus palabras significaban que rechazaba de plano la invitación.

Bueno, lo había intentado. Hora de volver a casa y dar la noticia a su madre. Clara amagó a dar media vuelta para irse de allí, pero la voz de él la detuvo en seco:

—No, no lo entiendes. Y creo que ya es hora de que te lo explique.




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