Día de Poder

PARTE 9

—¿Y? ¿Qué dijo?— preguntó su madre a Clara al verla entrar a la casa.

—No va a venir— respondió Clara sin mirarla a los ojos.

—¿Por qué?

—¡No pude convencerlo, mamá!— le gritó ella—. ¡Lo intenté pero no pude! ¿Contenta?

—Clara, ¿Qué pasa? ¿Qué te dijo exactamente?

—Eso no importa. No vendrá y es mejor así— le espetó su hija, pasando de largo por la cocina y encerrándose en su habitación, cerrando la puerta de un golpe.

Pasados unos momentos, su madre abrió la puerta despacio y encontró a Clara llorando en la cama, tapándose la cara con la almohada.

—Si Eduardo te maltrató, tendrá que vérselas conmigo— se sentó Mara en el borde de la cama.

—No mamá, no me maltrató, es solo que…— trató Clara de calmarse, secándose las lágrimas con la funda de la almohada.

—Esto no quedará así. Iré a hablar con él de inmediato— se puso de pie Mara.

—No, no, por favor no lo hagas— le rogó Clara—. Es mejor así, es mejor que no venga. No quiero que venga.

—¿Por qué, cariño?

—No importa. Por favor, no vayas a hablar con él.

—Entonces, dime lo que pasó— le pidió la madre, preocupada.

—No puedo, lo siento— meneó ella la cabeza.

—Clara… ¿Hizo Eduardo algo…? ¿Algo inapropiado? ¿Acaso te…?

—No, mamá, no me hizo nada, te lo aseguro, estoy bien— trató de convencerla Clara.

—¿Entonces?

—Me habló de papá, y… Bueno, me puse mal, es todo— trató de justificarse Clara.

—Oh, mi cielo, lo lamento. Eduardo suele ser bastante insensible y egoísta.

Clara no le contestó. No podía decirle a su madre la verdad. No podía decirle que había estado más de una hora tratando de convencer a Eduardo de que no diera su vida por ella, de que le enseñara a controlar el despertar de su poder por ella misma, sin exponerse. No podía explicarle que mientras la promesa que ella había hecho a su padre consistía en una simple invitación a una cena navideña, la promesa de Eduardo conllevaba dar su vida en sacrificio. No, Eduardo no era ni insensible ni egoísta. Eduardo era el hombre más valiente que había conocido, con excepción tal vez, de su propio padre. La egoísta era la propia Clara, tan enfocada en su trivial vida que había maltratado a la única persona que podía ayudarla con algo secreto e inmanejable.

Finalmente, había comprendido que Eduardo era el que llevaba todas las de perder en este asunto y que su pueril berrinche solo lo había lastimado injustamente. Al menos le había pedido perdón y él había aceptado su disculpa. ¿Qué amor tan grande lo llevaba a sacrificarse así por ella? Ella era solo su sobrina y nunca había tenido contacto con él como para que él se encariñara con ella.

No, Clara no podía permitirlo. No podía vivir con el conocimiento de haber sido la causa de dos muertes. Por eso le había mentido a su madre. Sabía que Eduardo trataría de estar presente esta noche: tenía que encontrar la forma de impedírselo.

—Oh, papá, dondequiera que estés— lo invocó—, por favor ayúdame con esto. No dejes que el tío Eduardo muera. Tiene que haber otra solución.

Pero sus ruegos no recibieron respuesta.

Clara apretó el anillo con fuerza contra su pecho, mientras trataba de urdir un plan en su atormentada mente.




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