Día de Poder

PARTE 10

Cerca de las diez de la noche, los familiares comenzaron a llegar para la cena, pretendiendo estar de buen humor, con sonrisas forzadas y palabras amables. Clara se encerró en su habitación, negándose a participar de la programada hipocresía. Tenía cosas más importantes en qué pensar.

—Clara…— golpeó la puerta su madre—. Clara, por favor sal de allí.

—Vete, mamá. No estoy de humor— le respondió Clara a través de la puerta cerrada.

—Por favor no me hagas esto. Esta es una navidad especial, por favor…— le pidió su madre.

—Sí, muy especial…— gruñó Clara para sí—. No tienes idea de cuán especial— murmuró sin que su madre la oyera.

—Clara, te tengo una sorpresa. ¿No vas a abrir la puerta para ver de qué se trata?— intentó tentarla su madre.

—No me interesa— refunfuñó la otra.

—Clara, ya no tienes cinco años para hacer estos berrinches— la amonestó su madre—. Por favor, haz el esfuerzo y compórtate de una forma aceptable. Si tu padre te viera, no aprobaría esto.

La última frase entró en el pecho de Clara como una dolorosa daga. Sus ojos ardieron a punto de explotar en lágrimas. Pestañeó varias veces y logró contenerse. Su madre no sabía lo que estaba diciendo, no tenía idea de lo que su padre había planeado para ella, Clara, esta noche.

—No me moveré de aquí hasta que salgas, Clara— le advirtió su madre.

Mara era una de las personas más obstinadas del planeta, (Clara lo sabía muy bien, pues ella había heredado esa cualidad de su madre), así que la joven sabía perfectamente que no estaba bromeando. Suspirando, decidió no prolongar el altercado y abrió la puerta.

El rostro de la chica se ensombreció con una mezcla de ira y tristeza al descubrir cuál era la sorpresa.

—Mira quién decidió venir después de todo— le sonrió su madre.

A su lado, estaba parado su tío Eduardo.

—¿Qué haces aquí? Te dije que no vinieras— le espetó Clara a su tío, enojada.

—Tu madre dijo que podía quedarme y esta es su casa— respondió Eduardo, inmutable.

—Clara…— intervino Mara, conciliadora—. Por favor hagan las paces, especialmente en esta noche especial.

—Sí, Clara, especialmente en esta noche especial— recalcó Eduardo, arqueando una ceja.

Clara le lanzó una mirada furibunda, pero no dijo nada.

—Vamos, la mesa está servida— los invitó Mara con un cordial gesto de su mano.

Clara y Eduardo siguieron a Mara hasta el comedor. Al atravesar la puerta, Clara se las arregló para decirle a Eduardo al oído:

—¿No entiendes que estoy tratando de salvar tu vida?

—¿No entiendes tú que yo estoy tratando de salvar la tuya?— respondió él al oído de ella.

—Eres insufrible— gruñó Clara por lo bajo.

—Ídem— contestó él sin alterarse.

Con una sonrisa forzada, Clara se sentó a la mesa. Ya todos estaban acomodados en sus lugares: primos y tíos, todos del lado de su madre. Clara suspiró con una mueca de disgusto cuando Eduardo se sentó en el último lugar libre, justo a su derecha. Los parientes observaron de reojo a Eduardo con curiosidad. No lo habían visto en años y se rumoreaba que estaba mal de la cabeza. Eduardo se revolvió inquieto bajo el escrutinio de los demás comensales, pero pronto los desestimó. Lo que pensaran de él no importaba, él no estaba aquí por ellos.

—¿Quieres un poco de ponche, querida?— le ofreció a Clara una de sus tías al otro lado de la mesa.

—Sin alcohol esta noche— le advirtió Eduardo por lo bajo.

—Déjame en paz— le gruñó ella en un susurro solo audible para él, pero en voz alta dijo: —No gracias, tía, me duele un poco la cabeza y el alcohol solo empeorará las cosas.

—Oh, pobrecita. ¿Quieres algún analgésico?

—Ya tomé, gracias— respondió Clara con el tono más amable que pudo.

—Deben ser los nervios— ofreció la tía como explicación—. Esta época es muy estresante.

—Sí, lo es— trató de sonreír Clara.

La cena trascurrió de forma abúlica, en un mar de trivialidades y alegría pre-fabricada y artificial. Los parientes más atrevidos le lanzaban preguntas indiscretas a Eduardo, como tratando de evaluar su salud mental. Él solo contestaba con monosílabos, su atención siempre sobre su sobrina, más que sobre cualquier otra cosa.

Cuando faltaban menos de quince minutos para la media noche, Eduardo notó que Clara estrujaba su anillo con la respiración entrecortada.

—Tranquila, respira hondo— le aconsejó, posando una mano suavemente sobre el brazo de ella.

—El anillo no funciona— gruñó ella con los dientes apretados.




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