Día de Poder

PARTE 12

El terremoto infernal de energía comenzó a ceder en el pecho de Clara. En pocos momentos, sintió que ya no se sofocaba, que ya no se quemaba. Respiró con alivio y logró escuchar la voz de Eduardo:

—Todo va a estar bien, vas a estar bien— le repetía él, incesantemente. Su voz sonaba débil y temblorosa.

¡Eduardo! ¡Él estaba haciendo esto! ¡Él estaba suavizando la energía, canalizándola a través de su propio cuerpo! Clara trató de apartar la mano de él de su pecho, trató de desconectarlo, pero él no lo permitió.

—Es suficiente, no sigas— le rogó ella.

—To… todavía no, un poco más— dijo él con palabras entrecortadas.

Con la energía más estabilizada en su cuerpo, Clara logró hacer a un lado la mayoría de las formas extrañas que poblaban su mente y pudo enfocarse en el mundo físico lo suficiente como para poder ver la figura de Eduardo a su lado.

Lo que vio, la horrorizó de pies a cabeza. Eduardo había envejecido más de veinte años, su cuerpo era delgado y frágil, consumido más allá de sus fuerzas. Clara supo enseguida que moriría en unos minutos.

—¡Basta!— le gritó, desesperada, pero él no quería o no podía escucharla.

Tenía que detenerlo, todavía estaba a tiempo, tenía que frenar la canalización. Necesitaba algo con que bloquear su poder, algo… ¡Por supuesto! ¡El anillo! Sin perder tiempo, Clara se quitó el anillo con la amatista y lo forzó en el dedo mayor de la mano de Eduardo que sostenía la de ella.

—¡No!— gritó él tardíamente.

La violenta negación de él fue lo último que Clara escuchó, pues, sin el anillo, las voces estallaron en su cabeza, inundándola como un tsunami de gritos, pedidos y exigencias. Para colmo de males, la energía que Eduardo había estado manteniendo a raya a costa de su vida se disparó nuevamente en el corazón de Clara. La chica cayó de rodillas, ciega a su propio entorno, sorda a sus propios gritos desesperados que se unían a la multitud de voces que la acosaban.

Perdida en la oscura turbulencia de su propio apocalipsis personal, abatida e impotente, Clara se terminó de desmoronar en el suelo. Mientras su cuerpo convulsionaba con los estertores de la muerte, la voz de su padre llegó desde el otro lado del universo, abriéndose paso entre las miles de voces que seguían gritándole sin compasión. Una palabra, una sola palabra llegó con claridad diáfana hasta la perturbada mente de Clara:

Lucha.

Era una orden, era un pedido, era una solución.     

Clara intentó negarse, estaba tan cansada… todo era tan intenso… demasiado… no podía…

No quiero esto, no lo quiero.

Clara, ya no tienes cinco años para hacer estos berrinches.

 Por favor, haz el esfuerzo y compórtate de una forma aceptable. Si tu padre te viera, no aprobaría esto.

No puedo.

No me moveré de aquí hasta que salgas, Clara.

No puedo.

Lucha.

Ya basta, por favor, no puedo con esto.

Lucha.

Lucha o muere.

Lucha o deja que Eduardo muera.

Lucha o permite que la muerte de tu padre haya sido en vano.

Lucha.

Asiéndose al último hilo de sus fuerzas, Clara tragó saliva, e ignorando el fuego que le consumía el pecho, apoyó las manos en la tierra y se puso nuevamente de rodillas. Ya no tenía la mano de Eduardo para sostenerse, no tenía tampoco a su madre regañándola por su debilidad, solo tenía una palabra: lucha. Tomó esa poderosa palabra y la instaló de forma indeleble en su mente y en todo su ser.

Lucha. Esa era su misión, su fuerza, su objetivo único. Lucha. Todo lo demás no importaba, solo esa palabra le daba sentido a todo. Lucha. No había otra opción, no había más alternativas. Lucha.

Y Clara luchó.




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