—¿Qué ha descubierto en todo este tiempo?
—¿A qué se refiere, general?
—Me refiero a información útil para acabar con toda esta plaga.
—Me temo que no mucho, e incluso, nada que todos los soldados en la caravana ya hayan descubierto.
—¿Y eso es?... —No parecía muy convencido.
—Los zombis que parecen tostados son más feroces, fuertes y rápidos que los normales, al parecer a éstos les cayó el líquido del misil directamente. Todos están un poco ciegos, por lo que se guían casi en su totalidad por el oído. Los chillidos, gritos o rugidos parecen ser alarmas para advertirse entre ellos, aunque, a decir verdad, no estoy muy seguro de este último punto. Todo es tan inexacto, tan aleatorio. El simple hecho de que los aliados que vimos sucumbir revivan a los varios segundos de haber muerto, parece algo sacado de una pesadilla...
—Ya veo... —dijo después de meditar lo que Michael le había dicho—. Son tiempos oscuros, sargento. Debemos cuidar bien de nuestras espaldas y le aseguro que saldremos vivos de ésta.
—Así será, general.
Llevaban alrededor de una hora conduciendo por carretera, cuando frente a ellos apareció el gran cartel que anunciaba que habían llegado a Utah. Al ritmo que llevaban quizá les tomaría un día atravesar todo el estado hasta llegar a Colorado. Michael estaba impaciente, no dejaba de mover el pie de arriba abajo repetidamente. En la carretera no había tráfico, pero sí había cientos y miles de autos abandonados que impedían el paso. Les tomaba inclusive horas despejar el camino o, para evitar el caos, escoger otra ruta alterna para continuar.
Se miró las manos; llenas de callos y ennegrecidas por la mugre. Sintió el pasado llegar al presente y se vio en Afganistán, cubierto tras una pared de concreto que estaba por destruirse. Su antiguo amigo James, en sus piernas, sin vida, tratando aún de hacer que dejara de emanar sangre de la herida de bala que tenía en su cuello, y el enemigo sin dejar de dispararles mientras se acercaba. En ese momento vio su fin, con todo su escuadrón muerto a su alrededor, sin munición en su arma ni balas en sus cartuchos, siendo el único vivo, el último estadounidense en ese pueblo.
»Entre lágrimas de derrota había sacado su cuchillo para clavarlo en el primer afgano que se acercara, el sonido de las balas le taladraba los oídos. Miró sus manos llenas de sangre de James, cubiertas de pólvora y vibrantes por el retumbar de sus armas, y se apoyó en el suelo para levantarse después de husmear en los cartuchos de su amigo en busca de un par de balas. Una vez estuvo de pie y recargado contra la pared sujetó su fusil y se lo apretó en el pecho, abrazándolo. Rezando tomó valor y entre un grito de guerra asomó su cuerpo y su arma para comenzar a disparar. Eran decenas y él sólo uno. Justo cuando comenzó a oprimir el gatillo los afganos empezaron a huir, pero no por él, sino por los helicópteros que llegaban del cielo cual ángeles al paraíso.
»Michael se dejó caer de rodillas y miró cómo descendían cientos de soldados de vehículos terrestres y aéreos; los refuerzos que había pedido durante horas. Esa semana fue nombrado sargento por su valentía y, sobre todo, por la experiencia ganada.
Salió de su estupor con un brinco que dio el camión.
Miró adentro de la ventanilla y notó que Miranda estaba dormida en el pecho de Joshua. Cuánto daría él para hacer eso con su esposa exactamente en esos momentos, la extrañaba tanto y cada vez se le hacía más difícil hacerse el valiente. A decir verdad, no sabía qué día era con exactitud, pero juraría que había pasado casi una semana desde el atentado, el tiempo era lo que menos le importaba en esos momentos, aunque cuánto anhelaba que pasara más rápido para ver ya a su familia.
Quiso dormir, pero no podía, era una extraña sensación de intranquilidad la que lo embargaba y lo obligaba a mantenerse despierto a pesar del cansancio que yacía sobre sus hombros. El cielo en su cabeza se comenzaba a llenar de nubes grises y oscuras, además de que empezaban a escucharse con frecuencia fuertes relámpagos en la lejanía. Bajaron la velocidad, estaban a punto de recargar combustible, así que fueron a la gasolinera más cercana que les indicaba el mapa.
El sabor de la preocupación comenzaba a llenar su boca con disgusto.
Una vez que se detuvieron, comenzó a escuchar un extraño rugido, y no sólo eso, se le sumaron gritos casi humanos, aullidos completamente escalofriantes y ladridos fuera de lo común.
—Hobbs, ¿dónde estamos? —le preguntó el general al soldado que conducía el camión trasero cuando bajaron de los vehículos. Todo mundo escuchaba los misteriosos ruidos.
—Estamos aquí —dijo mientras señalaba un punto en el mapa que colocaron en el cofre del camión—. Esta es la gasolinera, acá está el teatro, y acá está... —Se quedó mudo.
—¿Qué está ahí, soldado? —preguntó el general mientras se acercaba al mapa. Todos los soldados de la caravana se estaban amontonando entorno a Hobbs.
—El gran zoológico de Utah.
Casi como si hubiera sido una señal, se comenzaron a escuchar disparos muy tenues, el silenciador del arma amortiguaba el sonido. Todos voltearon hacia atrás y se quedaron horrorizados.
Había un chimpancé atacando a un soldado de los últimos camiones.