Día Z: Apocalíptico I [ahora en físico]

44-Arrivando; Michael.

La noche casi llegaba a su fin, y a pesar de haber sido una batalla agotadora la del día anterior, no pudo dormir ni quince minutos. Principalmente los nervios de ver a su familia, después estaba el hecho de que en cualquier momento algo podría salir mal, justo como sucedió los días pasados. Sintió el verdadero golpe de la vida, incluso entendió un poco su significado desde su propia percepción; no era fácil, y cuando crees que todo puede ir bien, en cualquier momento la vida te dará un golpe para recordarte que estás vivo y que, en su campo de juego, no puedes estar en paz ni un momento.

El sonido de las hélices lo comenzaban a arrullar y durante un momento los parpados reposaron sobre sus ojos, pero fue despertado por el estruendoso sonido de los altavoces de la aeronave.

—A cinco minutos de llegar, muchachos, al fin en Seattle.

Michael se paró de un brinco a asomarse por un costado del helicóptero y pudo ver con asombro la gran ciudad de Seattle iluminada completamente y por todos lados. Ese lugar hacía parecer como si jamás hubiera existido atentado alguno y todo siguiera normal, lo malo era cuando mirabas hacia atrás y veías la profunda oscuridad en las ciudades y pueblos en ruinas.

Ya se divisaban aviones y helicópteros volar por aquí y por allá, además de que por la carretera se veían salir y entrar camiones.

—Después de pasar horas volando sobre ciudades hechas una mierda, es reconfortante ver una ciudad tan activa —dijo William.

—Ya puedo saborear la comida caliente —agregó Martin.

«Y yo ya puedo sentir a mi familia en mis brazos», pensó Michael mientras cerraba los ojos otra vez.

Una vez que llegaron al helipuerto improvisado, se acercaron varios soldados y médicos a ayudarlos a descender.

—¡Camillas! —gritó Jameson—. ¡Civiles y soldados heridos!

Era un arrogante, pero se preocupaba por los suyos.

—¿Usted es Michael Jobs? —le preguntó un soldado que se le acercó.

—Afirmativo.

—Por favor acompáñeme, el general Esposito lo espera.

—Sí, está bien —le dijo mientras comenzaba a caminar detrás de él—. Encárgate de Martin. ¿Sí? —le dijo a Will.

Pudo ver cómo transportaban a Sammuel en una camilla al interior de una de las tiendas de campamento militares. Los disparos en el exterior se hacían notar de vez en cuando. Había mucho ruido, y los gritos humanos lanzando ordenes sólo empeoraban todo.

—¿Sabe usted para que me necesita? —preguntó ansioso.

—Desconozco las razones, pero sé que debe ir rápido.

—Entonces será algo importante…

No caminaron por más de diez minutos, cuando llegaron a uno de los primeros edificios de la ciudad. El recluta le hizo ademán para que entrara y subiera junto con él a un elevador. Pararon en el piso siete y al abrirse la puerta se dirigieron por un pasillo a su derecha que daba directamente a una gran recamara que era custodiada por varios guardias.

—Peterson, viene conmigo Michael Jobs —dijo mientras enseñaba su identificación.

Al validarla, abrieron la puerta y pudieron pasar a una sala donde había una gran mesa ovalada en la que estaban sentados una decena de personas.

—General Esposito, señor. Michael Jobs está aquí —dijo Peterson mientras saludaba con la mano en la frente.

—Muchas gracias, puedes retirarte.

Una vez que quedó solo en la sala con la junta de ancianos los nervios comenzaron a reflejársele en sudor y una resequedad en la boca que jamás había tenido antes.

—Tengo una orden para arrestarlo por traición al país y haber abandonado su puesto como sargento en la misión de contención en San Francisco. ¿Hizo eso?

A Michael le flaquearon los pies y sintió cómo le temblaron. Era cierto, lo había olvidado.

—Fueron razones mayores, señor.

—Cuando usted está en el ejército, “señor”, las razones mayores son las que le dé su superior —decía mientras se levantaba y se acercaba a él. Los demás hombres en la sala parecían ignorarlos y estaban concentrados en los papeles que tenían sobre la mesa.

—Sí, señor.

—Entonces nómbreme por favor alguna razón que para usted sea mayor que las ordenes de un general.

—Mi familia —dijo mientras bajaba la mirada, tratando de contener las lágrimas.

El general Esposito lo miró con ojo crítico y después caminó lentamente hasta volver a su asiento.

—Sólo alguien estúpido arrestaría a uno de sus mejores sargentos en tiempos de guerra —dijo entre una sonrisa que reflejaba un diente de plata. Era bajo de estatura, regordete, y el poco cabello que le quedaba en su rosada cabeza era blanco como la nieve.

Michael no pudo evitar mirar alrededor de la habitación. Era de unos diez metros cuadrados, una de sus paredes eran tan sólo cristales por los que se podía ver, a través de ellos, la base improvisada a las afueras de la ciudad.

—Lo que ve allá afuera es la esperanza de la humanidad, sargento. Seattle es lo único estable de estados unidos. Si Seattle cae, todos caemos… —dijo mientras se acercaba a las ventanas y veía el amanecer con el sol saliendo por el horizonte.




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