Era el día nueve de noviembre.
Estaba comenzando a amanecer y el sol empezaba a deslumbrar con sus rayos amarillos y naranjas las calles frente a Victor. El humo había cesado al fin de todas las ciudades por las que había atravesado y la neblina se había esfumado por completo. La claridad de la mañana era hermosa, a pesar del escenario tan triste que dejaba ver; cadáveres, edificios destruidos y un olor a podrido que invadía las fosas nasales al respirar.
«Se necesitarán muchos años para poder restaurar el orden por aquí», se dijo a sí mismo.
La noche había sido una completa locura, sin lámparas que iluminaran su paso iba casi a ciegas, avanzando tan sólo con la luz de su auto. Parecía que no existía luna alguna, la oscuridad era absoluta. Cuando estaba por salir de California, más de una vez tuvo que rodear, por kilómetros, calles tapadas con automóviles o barreras policiales para poder salir de alguna zona o ciudad y, cuando sus faros iluminaban a muertos vivientes, se le helaba la sangre por completo. Era ver decenas de pies desnudos y podridos caminar entre las tinieblas de la noche, y peor aún, verlos correr detrás de ti entre chillidos y gritos que tan sólo alarmaban a más y más criaturas. En varias ocasiones jugaba con la muerte al ir tan rápido y esquivando los automóviles que aparecían entre las sombras al ser alumbrados por su auto, si chocaba estaba muerto, ya sea por el accidente o por que los zombis lo alcanzarían.
Ahora estaba entrando al estado de Oregón, las transmisiones del ejército ya sintonizaban en su radio y se escuchaban claramente.
“A todo aquel que pueda escuchar esta transmisión, les hacemos un llamado por parte del ejército de los Estados Unidos, Seattle es seguro y puede venir a refugiarse aquí”. “Esta guerra la estamos ganando”. “El ejército requiere voluntarios para atacar a las criaturas.”
Éste último era el que le interesaba a Victor. Entrar al ejército le facilitaría llegar hasta Thomas.
«Si no puedo ser yo el que lo mate, al menos quiero estar frente a él cuando lo hagan», pensaba cada vez que recordaba a su familia y a Brad.
Lo único que lo mantenía de pie era la sed de venganza y el deseo de poder matarlo con sus propias manos.
Cuando conducía por las carreteras fuera de las ciudades el camino se hacía más tranquilo y rápido. No se debía preocupar por chocar con algún automóvil abandonado o de atropellar a un zombi. Estaba despejado incluso por kilómetros enteros, era cuando se detenía algunos minutos para comer o para hacer sus necesidades.
«Esta noche llegaré a Seattle», pensó.
Al final de cuentas estaba nervioso, llevaba muchos días sin ver una civilización medianamente normal y funcional, mucho tiempo sin sentirse a salvo.
Sin más inconvenientes continuó su camino pensando mil formas en las que podía coincidir con Thomas y poder quitarle la vida.