Estaba dormido... soñando... Se sentía en una nebulosa blanca. Soñó con la playa, las olas cubriéndole los pies, sus niños riendo, lanzándose chapoteos en el agua frente a él. El sol estaba a punto de esconderse y el color rojizo con morado del horizonte estaba despidiéndose lentamente detrás del basto mar. Su esposa llegó con unas margaritas para beber, la bebida favorita de ambos, una de las muchas razones por las cuales habían hecho tan bonita conexión, por nombrar sólo la que las circunstancias recordaban. Tenía puesta una falda semitransparente que, si forzabas la vista, podías ver su traje de baño debajo. También llevaba puesto un sombrero playero del doble de grande que su cabeza y unas gafas de sol que la hacían lucir alguien refinada e importante.
En ese momento recordó cómo fue que la conoció una noche de verano de hacía ya bastantes años, más de los que le gustaría contar. Las estrellas brillaban más que nunca, la luna por su parte iluminaba la noche para ellos lo suficiente como para dejarles ver la sonrisa que se hacían al mirarse a los ojos el uno al otro. Victor estaba sentado en el bar con unos amigos y su mujer de la misma manera con las suyas. Bebían y reían entre miradas fugaces al otro extremo del bar, entre coqueteos e insinuaciones que sólo los excitaba cada vez más y más.
Victor no pudo resistir y se levantó de su asiento con el afán de acercarse a ella, quien por su parte había puesto todo su cuerpo apuntando hacia él, dándole a entender que lo esperaba con los brazos abiertos.
—Hola —le dijo mientras se sentaba a su lado, sin importarle que los amigos de ella seguían en la misma barra del bar.
—Hola —contestó con los ojos brillando como luciérnagas.
—La música está como para bailar, ¿no lo crees? —Estiró su mano para que ella la tomara.
—Me temía que no lo fueras a notar. —Jessica se levantó de su asiento para bailar toda la noche con Victor bajo el brillo de las estrellas.
En cuanto terminaron el baile el sol estaba casi por salir, ni siquiera notaron el cansancio en sus pies ni la falta de aliento en sus pulmones, el agotamiento fue tan sólo lo que les hizo volver a sentarse de nuevo.
—¿Qué quieres tomar? —le preguntó él a ella entre jadeos una vez que estuvieron en la barra de nuevo.
—Una margarita me encantaría —contestó ella—. Tengo la boca demasiado seca. —Hizo un gesto con la boca que Victor no supo interpretar.
—Es mi favorita —respondió finalmente. Tenía una mirada de confusión en el rostro.
—¡Vaya! —dijo ella mientras sonreía, para Victor era la sonrisa más hermosa que había visto jamás. Tan reluciente, encantadora y coqueta—. También es la mía.
El resto era historia; en un par de años se casaron, tuvieron dos hijos, y ahora vivían felices en la frontera con Estados Unidos. Se amaban, eso era algo que ambos no podían negar. Más allá de todos los problemas, de los malentendidos que fueron surgiendo con el tiempo, de las incompatibilidades en varios aspectos de su día a día. Quizá eso era el amor de verdad; el que no es perfecto, pero se esfuerza por perdurar.
—Debes despertar cariño... —le susurró al oído en el sueño, trayéndolo de vuelta a la realidad, por así decirlo.
—Tranquila, los niños están bien, míralos, hace mucho que no se divertían así —respondió Victor, mirando a la puesta de sol a la lejanía.
—Por favor, ¡Despierta por un demonio! —le gritó en esta ocasión, parecía estar realmente furiosa o preocupada, era una mezcla extraña de emociones las que podía identificar.
Victor sabía que en el mundo real pasaba algo, era como si estuviera escuchando la voz de su mujer en el sueño, y también, fuera de él.
—Mi vida, tranquila —dijo sin pensarlo. No era él quien hablaba, pero a la vez sí, como si no pudiera controlar lo que sucedía.
Su esposa sollozó.
—Perdón, Victor. Te amo —le dijo y luego se fue corriendo de su vista por la orilla de playa, como si estuviera intentando escapar de algo.
De pronto los niños ya tampoco estaban en el agua, ahora estaba solo, el sol estaba desapareciendo, no se ocultaba, desaparecía.
Fuera del sueño escuchó gritos. Intentó despertarse, pero no podía. En un instante el horizonte se fue desvaneciendo hasta llegar a los pies de Victor y sobrepasarlo, dejándolo en un blanco infinito.
Escuchó un golpe, y tras esto, abrió los ojos.
Su habitación estaba normal, justo como se encontraba antes de irse a dormir. Se estiró y bostezó. La cabeza le dolía de una manera que pocas veces lo hacía, como si tuviera una jaqueca o algo parecido. Se sentó en la cama mientras se ponía las pantuflas y, posteriormente, luego de unos minutos de tener la mirada perdida, se encaminó a la puerta. Al llegar a ella un aroma fétido le impregnó la nariz, algo que pocas veces había olido, tan sólo en el tiempo en que fue parte de las bandas callejeras; el olor a muerte.
Abrió la puerta y se quedó paralizado, congelado.
No sabía qué le causaba más terror y pánico; que su esposa estuviera en las escaleras muerta encima de un charco de sangre, o que sus dos hijos la estuvieran devorando.