Victor podría jurar que no había ni una sola persona viva en todo Tijuana, parecía un desierto, una ciudad fantasma.
Era el día tres de noviembre.
Tomó el resto de las municiones de su arma y un cuchillo que se asemejaba bastante a uno de grado militar el cual compró hace años en un mercado de la ciudad donde se podían encontrar desde cosas rarísimas hasta inclusive ilegales.
Victor miró la pistola y recordó el día que la compró; tenía tan sólo dieciséis años. Formaba parte de una pandilla llamada "Los Cuervos". Vandalizaba, robaba y asaltaba tiendas y personas con sus compañeros de la banda. Todo era más por maldad que por necesidad en realidad, no le faltaba dinero pues sus tíos eran gente de bien, siempre lo intentaron sacar de esa vida hasta que la muerte de uno de ellos lo hizo escarmentar.
Vivió con el hermano de su madre cuando ella y su padre fallecieron en un descarrilamiento de un metro subterráneo, probablemente hubieran podido sobrevivir al choque, pero el hecho de que se les cayeran encima toneladas y toneladas de tierra y concreto cuando el túnel se vino abajo complicó todo. Las malas lenguas decían que murieron de hambre adentro de los vagones, que cuando los lograron sacar, varias semanas después, había rastros de canibalismo entre los cuerpos de los fallecidos. ¿Era esa la naturaleza del ser humano? ¿La desesperación y hambruna era capaz de hacerles hacer esas cosas horribles? ¿Sus padres lo habrían llegado a hacer? Probablemente nunca lo sabría. Quizá su papá y mamá habrían experimentado lo que hoy en día era ser un zombi, quién lo diría… Eso le ponía los pelos de punta.
Terminó su vida de vándalo a los diecinueve años cuando, además de que los policías habían desmontado y separado la pandilla, decidió estudiar y acabar la preparatoria "abierta" porque se había enamorado de su difunta esposa. Después de eso entró a la universidad y se convirtió en abogado. Desde ese entonces había estado llevando una vida normal... Había.
Era obvio que desde adentro de la casa no iba a lograr ver a alguien, es decir, asomándose por las ventanas. Afuera se veía una ligera niebla que impedía observar con claridad a más de un par de casas de distancia.
Necesitaba ir por su auto e irse por la frontera a Estados Unidos. No quedaba muy lejos de su casa, pero no quería perder tiempo caminando, además era más peligroso que ir adentro en la seguridad de su vehículo.
Entró a la cochera por el interior de su casa, intentando hacer el mayor silencio posible para tratar de oír tanto como pudiera el exterior. Afuera no se escuchaba nada. Desancló el pórtico y manualmente lo levantó despacio para no hacer ruido, podía escuchar su respiración, sus latidos.
Tomó la puerta de su coche y tan lento como pudo la abrió para subir en él. Tenía el arma en la mano lista para disparar a lo primero que viera acercarse.
La frontera le quedaba a dos o tres kilómetros de distancia de su casa. Podía llegar rápido, pero aun así necesitaba ser cauteloso, no se quería arriesgar a nada. Cualquier paso en falso podía hacer que todo se fuera al carajo.
Una vez arriba del carro sacó las llaves de su bolsillo e introdujo la correcta en el lugar donde debía ir. Necesitaba hacer un movimiento rápido y eficaz, rogaba que el motor se encendiera a la primera vuelta de la llave y, tras una pequeña meditación, la giró por fin.
Todo pasó para él en cámara lenta; apenas había girado unos milímetros la llave, cuando miró hacia enfrente y vio a un zombi en la acera frente a su casa pasar de izquierda a derecha con su característico paso lento y desigual. Era tarde para detener su mano y la llave hizo su magia; el motor se estremeció con un ruido tan fuerte en medio del silencio que envolvía la manzana que sintió incluso como si la casa entera hubiera vibrado, como si de un terremoto se tratara, pero, aun así, el motor no encendió.
Como era de esperarse, el zombi de enfrente hizo un grito aterrador al que respondieron otros más a la lejanía y, tras esto, comenzó a correr en su dirección.
Victor comenzó a girar como loco la llave tratando de que el carro encendiera y no fue hasta que el zombi entraba a la cochera cuando el motor cedió y arrancó el carro. El infectado dio un salto imposible hacia él y logró meter medio cuerpo por el parabrisas del coche, todo en medio de un estallido de vidrios y los chillidos aterradores que no dejaban de emanar de la criatura. Victor de manera instintiva levantó su arma y le disparó para después frenar de golpe y que así cayera el cadáver por la parte frontal.
Cuando el cristal quedó despejado se le heló la sangre; decenas de zombis corrían hacia él por todas direcciones, como una manada de antílopes desenfrenados caían de los techos de las casas que trepaban y aparecían por cualquier rincón al que mirara. Inmediatamente apuntó al norte y hundiendo el pedal aceleró con todo lo que su carro soportaba, arrollando infectados a su paso.
Tras él, a varios metros de distancia, una horda de muertos vivientes corría en su dirección. Por su retrovisor parecía que un enjambre de abejas lo seguía, a donde fuera que mirara había montones y montones de zombis, todos con aspectos tan diversos que ni siquiera parecían personas, como si jamás en su existencia hubieran llegado a ser seres humanos.
Tenía pensado pasar por la frontera a California, luego a Oregón y finalmente a Washington, donde se encontraba Seattle, la ciudad libre de infección que tanto escuchaba por la radio. Su mente no lo dejaba pensar con claridad, se sentía aturdido, tenía la sensación de no haber despertado, de seguir en un sueño.