Mercurio seguía observándome con sus intimidantes ojos, en tanto mostraban a través de ellos el profundo brillo de una mente privilegiada que se sabía cuestionada por revelar tan abiertamente sus más profundos y terribles secretos, del tipo de los que, de acuerdo a la opinión pública, deberían permanecer ocultos, pero que él exponía sin temores.
—Si usted habla con quienes me han tratado superficialmente, con gente con la que he departido unas pocas veces y sobre asuntos que no son trascendentes para mí, ellos le dirán que soy un sol, que soy simpático, la mejor compañía, el mejor bailarín y el mejor conversador, el que tiene cualquier tema interesante que hablar y es delicioso escuchar lo que dice, pero si habla con quienes me conocen de verdad, con aquellos a quienes tengo cerca, le dirán que tengo una personalidad constreñida y rígida. Lo reconozco, soy más frío que un témpano de hielo y la gente suele asustarse cuando estoy cerca, porque siempre parece que los juzgo y los tamizo en mi mente. Y confieso que lo hago. Soy así. Estoy en absoluto control de todo aquel que me rodea, de cada una de las personas que se relacionan conmigo y de cada cosa que ocurre en mi vida, y por eso suelo conquistar a quienes recién conozco para ponerlos de mi lado, los manipulo sin piedad y los hago caer a mis pies, para que solo se den cuenta de quién soy realmente cuando ya es demasiado tarde para ellos y los he comprometido conmigo o alguno de mis proyectos. Si alguien intenta dejarme de lado o liberarse de mí, lo torturaré por el resto de sus días sin piedad. Suelo planificar los tormentos que sufrirá esa persona y cumplo cabalmente con mi itinerario de crueldad sin sentir la más mínima misericordia, aunque luego me pidan perdón y piedad, se arrodillen ante mí y lloren lágrimas en mi presencia para demostrarme su dolor y sufrimiento. Uso todo el poder que he acumulado a lo largo de los años para tener el privilegio de mirar con desprecio a quienes caen en mis garras y no pueden hacer otra cosa que sufrir por mi causa. Verá usted, entonces, que estoy en perfecto control de mí y de mi mundo. Pero debo confesar que eso me ha hecho infeliz hasta la última célula de mi cuerpo. Lo mío… lo mío es locura. Estoy tan obsesionado con el control de todo que no puedo pensar en otra cosa que no sea en eso, en ordenar, en justificar, en analizar. Yo soy la fuerza más potente de la naturaleza, según lo he visto, así que he logrado vencer obstáculos que parecían insalvables hasta para mí. Por eso soy famoso, soy rico, soy poderoso, tengo enorme influencia en el mundo del arte, de la ciencia y la política en Italia y en el resto de Europa, soy temido, odiado, y admirado a la vez, y todo lo he logrado porque estoy loco por el poder y el deseo de controlar a quienes me rodean. Sin embargo, ante un vampiro… —se detuvo para aspirar y suspirar profundamente, mientras cerraba los ojos en una especie de éxtasis imaginario—, ¡no soy nada! —Sus ojos se llenaron de una ilusión tan profunda que parecía un niño encantado por la máxima belleza en el universo, y era un encantamiento tan bello que era desolador, porque pocas personas, incluyéndome, podrían tener una visión tan clara de las cosas que realmente desean en la vida tal cual como en ese momento la tenía Mercurio, aunque fuera una visión tan siniestra y humillante—. No ser nada es todo para mí. Ante un vampiro me desvanezco, soy finito, débil, ridículamente indefenso, desechable, desdeñable, despreciable, y todas mis pretensiones de poder son risibles. Ante esos dientes afilados deseando hundirse en mi yugular y desgarrar mis arterias, no tengo poder absoluto y no puedo hacer otra cosa sino suplicar y ser desoído en mi súplica, y después solo me queda esperar a que pase el dolor del desgarramiento y la humillación de la violación, a que la pena de saberme vulnerable amaine lentamente por la costumbre. Solo así puedo llegar hasta el sueño más dorado de mi mente: aceptar la resignación. Ante un vampiro solo nos queda eso, la resignación, que es la máxima muestra de indefensión, aceptar que no puede hacerse más que dejar las cosas pasar, sin pretender control alguno sobre nosotros mismos y sobre nuestra situación. Eso es lo que más deseo en mi día a día: dejar de ser lo que soy, dejar de ser temido, dejar de ser odiado, dejar de ser admirado, dejar de ser poderoso y afortunado y rico y fuerte y malvado y temible… y resignarme a ser yo la víctima indefensa y débil. La resignación es todo… todo lo que deseo en esta vida.
Por supuesto, sentí horror ante aquellas palabras, porque hablaban de una añoranza contraria a todo lo que estaba acostumbrada a defender. Para mí, el pilar básico de la sociedad civilizada es el respeto a la dignidad del otro por encima de todas las cosas, y suelo mostrarme intransigente ante cualquier poder que pretenda violar tan primerísima norma. Pero escuchaba ahora a un hombre que añoraba ser humillado, maltratado, utilizado sin piedad, violado (¡violado!). La idea que Mercurio tenía de la dignidad parecía ser tan distinta a la mía que apenas si era posible que nos pudiéramos entender entre nosotros como seres inteligentes más o menos equivalentes.