Inmediatamente, como de la nada, apareció por el extremo opuesto de la calle un hombre vestido con delantal, quien caminó hacia nosotras apresuradamente, con la mirada tan aterrada que hasta se asomaban por el borde de sus ojos algunas lágrimas. Pasó junto a nosotras, apartando sus ojos de mí. Ese gesto lo sentí extraño, debido a que en los pocos días que llevaba en ese mundo ya me había acostumbrado a las miradas fijas de todo el mundo sobre mí, que escudriñaban los aspectos físicos que nos diferenciaban, o a lo mejor fijándose también en lo que nos parecíamos. A pesar de sus intentos de no mirarme, un rápido golpe visual me hizo ver que el pobre hombre sufría al límite de su resistencia. Temblaba un poco y sudaba, pero trataba de disimular como podía. Entró en la heladería y se posicionó detrás del mostrador, mirando obstinadamente su computadora y tomando rápidamente el dinero sobre el tope de la barra e introduciéndolo a la caja, sin contarlo y verificarlo siquiera.
—¿Lo ve? Todo está perfectamente normal —me dijo Leonora con una ligera sonrisa.
—Lo veo. Veo mucho —respondí, devolviéndole la sonrisa—. Creo que tengo deseos de probar uno de los famosos gelatos de Roma. Según he sabido, son legendarios en este planeta. —Por la mirada de Leonora pude entender que no se esperaba esta petición de mi parte.
—Bien, en el hotel podemos pedir uno para usted en cuanto lleguemos. —¡Qué buena actriz que eres, Leonora!
—Mejor entremos a esta gelateria y pidamos uno de los que aquí hay.
—¿Entrar a esta pobre gelateria? —Leonora miró con algo de desprecio el establecimiento, que aunque no era el más lujoso, no era para nada tan horrible—. No creo que esté a su altura. Es decir, recuerde que es una invitada muy ilustre y según la orden del señor Mateo Alpert, usted merece única y exclusivamente lo mejor que este mundo pueda darle. Un gelato para turistas no es, en absoluto, lo mejor que podrá encontrar. En el hotel hay cientos de sorbetes elaborados con los mejores ingredientes y por los mejores heladeros no solo de Roma, sino del mundo. No quisiera que se decepcionara probando un gelato para el populacho.
¡Ah! —dije—, me asombra que me tengan en tan alta estima en este planeta. Sin embargo, deben saber que yo soy una mujer en realidad bastante regular en Albea y para nada comparto los gustos exquisitos y exigentes de la nobleza, de mi mundo ni de ningún otro, por lo cual estoy completamente segura de que no me decepcionaré de un gelato común y corriente. Además, soy de las que cree que solo viviendo como un lugareño el turista puede entender de verdad la forma de vida de aquellos que habitan el lugar que visita, así que prefiero un gelato común a uno exquisito. Si me gusta el común, créame, probaré luego el exquisito y compararé, pero auguro que aun así ganará el común, así que, saldada esa duda, ¿por qué no entramos?
Leonora tenía el rostro de piedra, a lo mejor enojada, pero por más que se esforzó, vi algunos trazos de miedo, de simple y puro pánico. Hubiera querido entender sus pensamientos, saber por qué se negaban tan obstinadamente a hacer caso de mi petición, pero yo sabía bien que no había razón lógica por la cual podría negarse, por lo cual no contestó nada en contra y no tuvo otro remedio que sonreír y acercarse a la puerta de la gelateria. Ella no me dio lástima, pero el pobre hombre, el encargado del local, palideció al punto que creí iba a desmayarse al vernos caminar hacia su establecimiento. Él, una pobre víctima en toda esta situación, sí hirió mis escrúpulos, pero me repetí una y otra vez que lo único que deseaba era saber lo que pasaba y estaba segura de que nada de malo podría pasarle a ese hombre. Importante es hacer notar que cuando digo que estaba segura me refiero a que realmente deseaba —que no es en absoluto lo mismo que «estar segura»— que nada malo pasara al hombre.
Entramos al lugar y lo primero que noté de aquella gelateria fue el silencio, que todo lo ocupaba con su presencia inagotable, todas las mesas vacías, y el encargado inmóvil que no hacía ni decía nada, solo nos miraba, y además en la calle ni un solo vehículo pasaba y ningún peatón golpeaba el pavimento con sus pasos.
—Buongiorno —dijo Leonora al hombre—. Vogliamo un gelato, per favore.
—Immediatamente —respondió el hombre con una voz inusitadamente elevada, evidentemente a causa del terror.
Me llamó de inmediato la atención que Leonora y el hombre hablaran en italiano, lengua natural de la nación italiana, cuya capital es Roma, pero un idioma relativamente menor en Tierra. Desde que había llegado a ese planeta, todos los romanos se habían esforzado en hablarme en español, inglés o francés, sin lugar a dudas, las lenguas dominantes en aquel mundo. A pesar de eso, no les hice notar su descortesía a Leonora y el hombre, ya que mi conocimiento sobre el italiano no era completamente nulo, aunque no lo domino tan bien como el español. Decidí no notificarle a Leonora que entendía por lo menos parcialmente lo que ella y el hombre se decían. ¿Fue algo muy deshonesto de mi parte? La verdad, para obtener lo que deseas, muchas veces tienes que recurrir a recursos no del todo honestos. Sin embargo, en vez de detenerme a reflexionar sobre eso, me preocupé en que el hombre se apresuraba a llenar una copa desechable con un gelato de cualquier tipo.