Entenderán mis queridos lectores que después de haber recibido aquella escueta nota, mi interés en permanecer en Roma declinó notoriamente, intrigada por lo que fuera que me esperara en Constantinopla, segura de que la verdad tan ansiada que buscaba sobre este mundo se encontraba precisamente allí, a las puertas del oriente. Sin embargo, antes de embarcarme a un nuevo viaje, tendría que escudriñar los últimos secretos que Roma tenía para conmigo, pues sabía que había mucho en esa ciudad que no se me había revelado. El hecho de que fuera justamente Roma la ciudad escogida por mis anfitriones para recibirme, me dio a entender lo importante que era en el mapa de Tierra, pero justo por eso estuve segura de que la mayor parte de lo que realmente ocurría permanecía oculto a mis ojos por la mano invisible de aquel gobierno poderoso que había dispuesto un velo de silencio delante de mí, de lo cual era prueba aquella nota que demostraba el interés algunos en contactarme para hacerme saber quién sabe qué. En cualquier caso, estaba segura de que los gobernantes de ese mundo sí que conocían perfectamente las razones de ese interés. Tenía que encontrar la manera de saltarme la censura vampírica que me mantenía aislada del mundo real, de la Tierra que de verdad vivían quienes la habitaban. ¿Qué mayor promesa para un periodista que encontrar a aquellos desprovistos de voz que, protegidos por el manto del anonimato, pretenden utilizarle como replicante insolente y altanero de sus peticiones? Algo se movía en Roma y yo sabía que yo estaba en medio de esa trama de movimientos, aunque todos eran sigilosos y prudentes en mi presencia.
—La entrevista que van a concederle el día de hoy es muy importante, señora Córima —me dijo Leonora.
—Claro —respondí a la muy entusiasmada Leonora, que varias veces me había comentado lo emocionada que estaba de conocer a mi entrevistado—, el Gran Canciller, Fernando Manuel Alfredo Fitz-James Stuart y Flandes, XXXI Duque de Alba.
Había leído sobre la cantidad de títulos nobiliarios heredados por el citado personaje, más de cuarenta y ocho, lo que me pareció particularmente absurdo y extraño en un planeta democrático, no tanto por el número de títulos o por la mera existencia de la nobleza en un mundo que se supone ya la había desterrado, sino por el hecho de que ese personaje en particular fuera justamente el que terminara convertido en Gran Canciller, para todos los efectos legales, el mayor cargo político en Tierra.
—Tengo entendido que es uno de los hombres más acaudalados de este mundo. Posee casi siete mil millones de Egeos, ¿Es cierto?
—No lo puedo saber. Nadie sabe cuándo dinero posee el duque de Alba. Lo cierto es que es un hombre muy rico, pero lo importante no es eso, sino que ha sido también un hombre que ha sabido dar significado a su riqueza y ha contribuido mucho en mejorar la imagen de nuestro planeta en el resto de la galaxia.
En efecto, eso era innegable. Desde que el Fernando Fitz-James Stuart había ascendido a la cancillería, se había dedicado a emprender un infinito periplo cósmico cuyo fin era convencer a toda especie foránea de que los vampiros no solo eran inofensivos —algo directamente ridículo—, sino de que eran bondadosos, además. Insistía en que aquella leyenda negra según la cual los vampiros tenían el secreto plan de invadir masivamente otros mundos para consumir hasta la última gota de sangre de todo lo vivo en el universo conocido y por conocer, no eran más que exageraciones, inexactitudes o directamente difamaciones lazadas al público por todos aquellos que solo existían para odiar a los terrestres y mantenerlos al margen del sistema universal. Además de todo esto, su carisma y enorme atractivo físico lo han convertido en un personaje de estudio indispensable por aquellos interesados en conocer algo sobre Tierra y por esa razón se me hacía tan grato entrevistarle, aunque siempre se me hizo un personaje sospechoso.
La entrevista se realizaría en el Palacio Farnesio, un antiquísimo edificio diseñado por Miguel Ángel, uno de los más legendarios artistas de la historia de Tierra, y del cual había escuchado hasta ese momento de forma más o menos superficial, en cuanto casi todas mis investigaciones se han pasado en los temas políticos, y confieso haber pasado de aquellas cosas adicionales como el arte o las expresiones culturales en general, que aunque reconozco como importantes, en mi caso particular han constituido siempre elementos secundarios en mi interés por este mundo.
Al acercarme al Palacio Farnesio, me di cuenta de que la vida de la ciudad ese día se había restablecido milagrosamente, y por eso debajo del vehículo en el que me desplazaba con suavidad sobre la ciudad, la gente que le día anterior se había negado obstinadamente a dejarse ver, ese nuevo día hacían su vida normal, aparentemente inconscientes de que muy cerca de ellos pasaba esa extraña figura proveniente de otro mundo que por alguna extraña razón se había arriesgado a visitarlos. Cuando llegamos a nuestro destino, descendimos a una plaza frente al edificio y allí me encontré frente a una fachada predominantemente rosa decorada con bellos y graciosos detalles, propios de tiempos ya casi milenarios. A pesar de lo mucho que me gustó aquella fachada, no tuve mucho tiempo para admirarla, pues fui rápidamente conducida al interior del edificio, donde me encontré con giros arquitectónicos aún más exagerados y hermosamente disparatados.