Diana: a la luz de un candil -Muestra-

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Una de las cosas buenas de que la Luz fuese más tenue, era que permitía vislumbrar las estrellas con mayor claridad, y aquel espectáculo era algo que, secretamente, Agatha nunca se cansaría de disfrutar. Los puntitos de plata se esparcían por doquier sobre un azul de terciopelo y a lo lejos, distintas formas y fulgores daban color al universo. Las galaxias le parecían lo más fascinante de todo y eso que desde allí, apenas alcanzaba a visualizar un par de ellas. Una conglomeración de estrellas en perfecta coreografía, trazando dibujos a aquella escala en mitad del universo, albergando multitud de planetas, de vida y de formas distintas de entendimiento.

Cuando la Luz era más intensa, apenas se distinguían unos borrones alrededor y unas difusas formas que lo convertían todo en una especie de acuarela, igualmente maravillosa, pero de un modo distinto, más abstracto y distante.

Sin embargo, ignorar la razón por la que la Luz llevaba años atenuándose resultaba imposible y disolvía por completo el disfrute de Agatha, potenciando, por contra, su sentimiento de culpabilidad. ¿Qué pensarían los demás si supieran que lograba encontrar regocijo en medio de aquella situación?

Suspiró hondamente mientras caminaba sobre el negro enlosado con dirección a la subestela. Había pasado los últimos días durmiendo y recolectando toda la magia que pudiera necesitar en adelante, que iba a ser mucha y muy potente.

Entró con la habitual timidez que le despertaba aquel lugar y se detuvo bajo el umbral de la puerta, observando las enormes estanterías de cristal que se alzaban hasta los altísimos techos, cargadas de multitud de candiles. Por más años que sostuviera a sus espaldas y por más grande que su poder fuera, nunca sería capaz de dejar de sentirse el ser más insignificante del mundo cuando se encontraba allí. Sacudió sus alas violáceas, a modo de disculpa, y el tintineo acompañó a las gotitas brillantes que desprendían cada vez que lo hacía.

Retomó el paso y lo aminoró al adentrarse en el pasillo central, el más amplio de todos. Tragó saliva y sus ojos verdes se fijaron en la estatua de piedra de la reina Fannia, sentada sobre el trono del destino. Era solo un frío mármol en mitad de aquella sala enorme aunque adusta, pero Agatha podía sentir a la perfección la energía universal fluyendo a través de la roca. Era tal la cantidad que solicitaba el cuerpo menudo de la soberana de Universia que esta acababa convertida en piedra para no desperdiciar nada, pues nada necesitaba en aquella forma interrumpida de vida. Y así, fundiéndose con el trono, había gobernado desde los orígenes. Sin hablar; sin abrir los ojos, si quiera. Sin llevar a cabo el menor movimiento, pues ese era su sino mientras el mundo fluyera en su fugaz existencia.

A Agatha aquello tampoco dejaba de fascinarla.

Efectuó una reverencia frente a la reina y torció el paso hacia su derecha, zambulléndose en los pasillos llenos de estanterías. La elección de un candil nunca se le había hecho tan difícil. No deseaba llevarse uno demasiado grande, pero sí con gran capacidad; uno ligero y duradero, resistente y... Recordó entonces que podría regresar cada día para cambiarlo si aquel que elegía le daba algún problema, pero también tenía claro que los viajes al mundo mortal estarían limitados: doce días. Ni uno más, ni uno menos. De modo que habría de efectuar bien sus elecciones.

Un carraspeo tras ella, la hizo girarse y se encontró, entonces, con la figura de un joven espigado y de cabello azulado. Sus alas eran de un ocre apagado y vestía el habitual uniforme blanco de la escuela de Cinco Puntas. Era pecoso y con unas gafas redondas circundándole los ojos.

—Hola —la saludó—. Supongo que vos sois la vieja Agatha. Llevo un buen rato buscándoos.

Agatha alzó una ceja y en su rostro no se afanó por ocular la molestia ante el calificativo empleado.

—Soy Agatha —respondió con acritud—. ¿Quién me busca?

—Pues yo, claro está. Os lo acabo de decir.

El muchacho rio de forma nerviosa y movió los dedos mientras avanzaba, aparentemente, tan impresionado como la propia Agatha al moverse por aquel lugar.

—¿Debería saber quién eres?

—No... Supongo que no. Mi nombre es Leandro. Y me han... asignado como tutelado vuestro.

—¿Tutelado? Debe de tratarse de un error. No hay tiempo para tutelas en todo esto.

—Es lo que se he me ha indicado.

Agatha frunció el ceño, notablemente confusa.

—Haremos una cosa —respondió tras un largo silencio—. Estudia los candiles mientras yo trato de aclarar este asunto, ¿de acuerdo?

—¡A sus órdenes!

Volvió a mirarlo cuando ya le había dado la espalda y trató de fulminarlo con aquel sencillo gesto.

—No salgas de aquí con ninguno y ten mucho cuidado.

—Vale.

o

Si el cielo o la subestela lograban fascinarla, aquel otro lugar conseguía exactamente el efecto opuesto. El Péndulo oscilaba en una órbita circular en torno a un gigantesco engranaje que crujía con cada giro de sus dentadas ruedas. Pensar que el funcionamiento del universo dependía, en gran parte, de toda aquella maquinaria, nunca le había arrancado la impresión de las entrañas y ese sí era un sentimiento común con el resto de universales que allí moraban.

Kyron, el Consejero, observaba los repetitivos movimientos con las manos en la espalda, justo por debajo de sus pequeñas alas rojizas.

Agatha se acercó sin emitir sonido alguno. Es más, aunque hubiese ocasionado el mayor estrépito del mundo, oírla hubiera resultado imposible con el permanente traqueteo de los engranajes. Pero a pesar de eso, Kyron se volvió y le sonrió sin modificar demasiado la expresión de su rostro grave.

—Agatha...

—Kyron... —Se colocó a su lado y sintió el aire del péndulo al pasar por su lado—. Sigue girando... La maquinaria sigue en marcha.

El hombre devolvió su atención a los engranajes y asintió de manera apenas perceptible.




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