Diana y Víctor: El aroma a lavanda

Nuevas reglas

Víctor se encontraba en su departamento, un cubo de cinco metros de largo con tres de ancho en el que apenas se podía respirar. Apestaba, tanto que la pintura de las paredes parecía derretirse. Lo más vistoso eran varios póster de bandas electrónicas, lo más popular en esta época, a medio despegar. Y, ¿qué más desastre en esa habitación que el propio inquilino que allí se hospedaba?, con su ropa desgastada y sucia, llena de manchas de grasa y salsa. Se hallaba sumido en una furia total tras ver en el periódico los rumores de que un arma peligrosa tenía planes de aparecer. Nadie sabía de qué se trataba, excepto él. No era capaz de creer que su amigo, Marcos, le hiciera eso. Rompió el diario en varios pedazos y le dio un golpe a su ya de por si maltratado horno, uno que, por su economía, se había quedado atrás en el tiempo. Salió de su apartamento tratando de esquivar a los salientes de personas que se dirigían al mismo lugar. No podía volver a su hogar debido a que el edificio se hundía cada medio día para convertirse en una plaza de vendedores ambulantes. Así que, en vez de hacer su rutina de todos días, fue muy decidido a la casa de Marcos. Ya lo había discutido con él, pero lo haría tantas veces como pudiera para lograr su objetivo. Solo le tomó una hora arribar en la ciudad de San Limón. Al llegar, tuvo que esperar en una de las casillas de ingreso la que menos cola tenía, donde, por suerte, el sol no era capaz de molestarlo gracias a la descomunal altura de las murallas que rodeaban toda la ciudad. Al ser su turno, ya nauseabundo del vértigo que le provocaba ver tan enormes estructuras, se cruzo con una pantalla de fondo negro con un circulo color neón que ondeaba al momento de que la maquina hable.

—Por favor —impuso la pantalla—, coloque su mano sobre el escáner de identidad
—Mac, ya vine muchas veces, creo que ya no es necesario esto del escáner.
—Lo siento, Víctor, pero es el reglamento. Ya sabes, lo de siempre.
—Creo que me gusta no tener tu trabajo.
—Creo que me gusta no ser un tácito.
—Ese fue duro, prepará el carrito.
—Cuatro tix.
—Uy, me mataste, justo hoy no traje el celu. Dejamela pasar, por nuestra amistad.
—Solo por hoy, pero la siguiente vez pagas el doble.
—Tenelo asegurado.

Se abrió una pequeña puerta, al cruzar, había una vagoneta esperándolo. Además de que tardó en arrancar, puesto que debían esperar a los pasajeros restantes, el viaje fue de lo más incomodo por tener que soportar a toda a gente que se hacinaba, mientras el calor iba en ascenso. Víctor bajó cuatro cuadras más adelante de lo que debería; el amargado chofer tenía cosas más importantes en las que pensar. Respiró por fin aire fresco a la vez que a su lado pasaban personas transportándose con monopatines automáticos. Caminó varias calles, hasta llegar a uno de los edificios más grandes que vio. Se aproximó a la puerta metálica y acarició la pequeña parte circular que era más suave que todo el resto.

—¿Residencia o usuario que desee visitar? —preguntó una voz metálica—.
—Busco a Marcos Pierrucci, decile que soy Víctor, él va a saber quién soy.
—Espere unos segundos hasta obtener una respuesta... Acceso concedido.

La puerta se abrió desde los lados, como un ascensor. Se acomodó el pelo y entró a una cámara que por suerte estaba vacía. La maquina se encargó de dirigirlo directo al apartamento de Marcos. Después de verificar que realmente se trata de Víctor, los dos pudieron verse cara a cara.

—¡¿Qué mierda te pensás, Marcos?!
—Ya ni un "hola" se escucha.
—Sos un pelotudo y no voy a parar de decirlo hasta que te des cuenta —su voz se entrecortaba—.
—¿Vos querías que te deje entrar?
—Eh... sí.

Su amigo lo dejó entrar. Era muy grande ahí, todavía había cajas sin abrir en la sala, pero había un muy hermoso aroma a lavanda. Las paredes estaban decoradas por bodegones y el brillo del sol que entraba por las grandes ventanas se reflejaba en ellas, resaltando la limpieza de un suelo que no era admirado por Víctor, quién debía levantar la mirada para alcanzar a ver el cielo raso. Marcos, rodeado de un aura amarilla a causa del destello solar, lo despierta de su trance.

—Disculpame el desorden. Todavía no me dio tiempo de desempacar todo.
—Claro, que tragedia.
—¿A qué viniste? Si se puede saber.
—Por favor, no hagas que la publiquen.
—Ya tuvimos esta discusión.
—No podés hacer eso, ¿vos pensás en el resto del mundo?
—El M.A.R.I va a tomar las medidas que crea necesarias
—Sí, y confiar en el criterio de esos viejos chotos. Es tu culpa si millones de personas mueren.
—Dejá de chantajearme así.
—Y vos dejá de pensar en tu bien personal todo el tiempo.
—Cuando se me presentan oportunidades, las uso, yo sí las uso. No es mi culpa que haya gente que decida usar mal el antineuron.
—El invento es nuestro, lo vendiste sin que yo esté de acuerdo, también tenés parte de la culpa.
—Es deber moral de cada quién. Yo no fui el primero, tampoco voy a ser el último en diseñar un arma peligrosa, el riesgo siempre va a existir. Si seguís matandote por las consecuencias a nivel mundial, nunca vas a salir del pozo en el que estás.
—¿Para qué querés más? ¿Vos ves la ciudad en la que ya vivís? Además de eso querías el edificio más alto. Yo con suerte tengo un cuadrado sucio y frío para dormir, y no sacrifico a nadie.
—Yo también nací pobre, acordate, infeliz.
—Pero no tácito.
—Pobre al fin y al cabo. Pero ahora, mirá hasta dónde llegué.
—Y sufrió tanto el pobrecito que se juntó con los chetitos y le dieron prioridad en el juicio.
—Desde hace años me empezó a romper monumentalmente las bolas que saques lo del tácito para todo. Tuviste la beca tácito, pero claro, era mucha presión, sos un espíritu libre. Capaz no era tanto tu herencia, era más el miedo que tenés de avanzar y dejar de quedarte estancado como el inútil que sos. ¡¿Querés que siga?! Yo puedo estar acá todo el día. Vos ya no sos un nene.



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En el texto hay: fantasia, antologia, ciencia-ficción

Editado: 04.08.2025

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