Ese era el precio que pagaban las doce tribus año tras año para evitar que la oscuridad devorara todo a su paso.
En aquella ocasión, el séptimo pueblo debía presentar el tributo, y la habían ofrecido a ella.
Pocos se mostraron preocupados, pues sabían el destino que le aguardaba, excepto ella.
Fue llevada a una habitación sin ventanas, dónde el único indicio que mostraba el paso del tiempo era la tenue luz que se filtraba por debajo de la puerta.
Los primeros días intento acercarse a la pequeña línea luminosa para ver lo que hacía del otro lado, pero las cadenas en sus muñecas y tobillos la frenaban bruscamente.
La joven gritaba hasta quedarse sin aliento, pidiendo que la dejarán salir, pero la única respuesta era su propio eco.
Constantemente ella intentaba recordar los sonidos y sensaciones del mundo exterior, pero poco a poco los había ido olvidando pues el constante tintineo de las cadenas la hacía caer entre sollozos y desesperación, pero una vez que recobraba la calma, ella se repetía que aún estaba viva, y lo estaba...hasta que una esquelética mano cubierta de sangre se asomo al abrir la puerta.