Febrero 6, 19...
Volvía a mi viejo cuarto de pensión, después de acabar mi jornada de trabajo en el puerto. Los caminos estaban con varios centímetros de nieve. El frío arreciaba y tenía el cuerpo entumecido por lo que inconscientemente tomé el viejo camino que venía evitando y así llegar más pronto a resguardo.
A pesar de mi nariz sangrante y mis pulmones atestados de olor a pescado, una ráfaga de viento inusual me abofeteó el rostro. Me frené en seco. Entorné mis ojos a lo que me rodeaba.
El blanco glacial del invierno lo impregnaba todo. El silencio era absoluto. Tuve miedo de volver a respirar pero mis pulmones lo necesitaban.
Cerré entonces los ojos y con mucha lentitud inspiré. Y su olor, tan enterrado en mis entrañas y en el olvido hasta ese momento, me penetró sin permiso y llegi hasta el último resquicio de mi cuerpo tembloroso.
Sentí las mejillas húmedas. Estaba llorando. Oler a Mew otra vez fue como volver a la vida. Y abrir los ojos y verlo parado frente a mí fue como volver a un hogar en el que nunca antes había estado y que nunca más deseaba abandonar.