Me llamo Francisco Villarreal, nací el 6 de agosto de 1936 en un pequeño poblado llamado Balder, al sur de mi país, Bresvania, en el cual viví hasta los 22 años. Mi familia, compuesta por mi padre, Adolfo Villarreal, y mi hermano mayor, Sixto Villarreal. Mi madre, llamada Helena Carvajal, había fallecido al darme a luz.
Como era habitual en la mayoría de las familias de aquella época, éramos pobres, a duras penas mi padre, que trabaja en una pequeña fábrica de textiles, podía alimentarnos, su sueldo era miserable y, por si fuera poco, trabaja en excesivas jornadas laborales, o de esclavitud, como yo les llamaba.
Mis primeros siete años de vida transcurrieron con aparente normalidad. Durante ese laxo antes de ingresar al colegio mi padre era el que me educaba, me enseñó a leer, escribir y a hacer las operaciones matemáticas básicas. Todo eso durante las horas de la noche, que era el poco tiempo que podía pasar en casa, ya que la mayoría del tiempo lo pasaba en la fábrica de textiles. Recuerdo que él siempre llegaba a casa visiblemente enojado, enojo que siempre se traducía en constantes golpizas contra mí y mi hermano, como una forma de desquitar esa frustración con la que cargaba. La mayoría del tiempo estaba ebrio, el alcohol era el combustible de su cólera, cosa que siempre odié de él. Solía echarme en cara la muerte de mi madre, cómo si yo fuera el verdugo que reclamó su vida a cambio de la mía.
—Me la arrebataste, pequeño bastardo. —Solía decir él, acompañado de una botella de alcohol.
Vivíamos en la periferia del pueblo, en una pequeña casa hecha de madera, con un modesto techo de paja, con apenas dos habitaciones y una pequeña sala de estar. Como vivíamos en esa periferia había pocos vecinos con los cuales entablar una amistad, razón por la cual mi infancia fue en parte solitaria, salvo por la compañía de mi hermano, la cual apreciaba mucho.
—Yo siempre estaré a tu lado, hermanito. —Decía, con un tono de sinceridad que me conmovía.
—Lo sé. —Contestaba yo, muy secamente, queriendo ocultar mis sentimientos.
Solía pasar casi todo el día con mi hermano, el cual me llevaba unos diez años. Nos levantábamos a eso de las 7 de la mañana para organizar la casa y así no ser objeto de los regaños de nuestro padre.
—Debemos hacer caso a papá, es por nuestro bien, porque nos quiere. —Decía mi hermano.
—Él nos odia, en especial a mí. —Decía yo, con el ceño fruncido.
—No es verdad, él nos quiere, aunque lo demuestre muy poco. Sabes, antes de la muerte de mamá él no era de esa forma, aunque siempre fue temperamental, pero quería mucho a mamá y a mí, y estaba orgulloso del segundo hijo que tendría. La muerte de mamá le afectó mucho y por eso ahora es así. Tienes que comprenderlo, hermanito.
—Lo que tú digas, hermano. —Decía yo, con tal de finalizar la conversación.
Cuando nuestro padre no estaba en casa, cogíamos su vieja radio para escuchar las noticias nacionales, en un programa de radio muy famoso en aquella época, llamado La Verdad. El locutor de la radio era un tipo llamado Emanuel, el cual no recuerdo su apellido, pero sí que tenía una voz potente, capaz de transmitir cualquier sentimiento. Creo que esa fue la primera experiencia la cual me hizo interesarme por el país. Después de cada emisión noticiosa solía decirle a mi hermano que yo sería el hombre que cambiaría al país, y este me alentaba contestándome que así iba a ser, y que él sería mi consejero personal. Algo que me alegraba mucho. En uno de esos tantos usos que le dimos a la radio esta se dañó por mí culpa, en un acto de torpeza que hizo que esta se cayera al suelo. Mi hermano, al verme tan asustado, decidió que él asumiría la culpa y que afrontaría el castigo de nuestro padre.
—Tranquilo, todo estará bien. —Decía, con tal de que me tranquilizara.
Esa misma noche, cuando mi padre llegó a casa y se enteró de lo ocurrido, se limitó a decir:
—Te arrepentirás.
Golpeó a mi hermano toda la noche, sólo se detuvo cuando los nudillos le comenzaron a sangrar. A partir de allí, el sentimiento de odio hacia mi padre se agudizó, jamás lo perdoné por eso, aunque mi hermano nunca mencionó algo malo con respecto a mi padre. Él era incapaz de odiar a alguien, algo que a mí me intrigaba mucho, pero que a la vez admiraba. Desde ese momento supe que mi hermano, la persona a la que yo admiraba, jamás me abandonaría ni me dejaría desprotegido.
A los 8 años ingresé en el único colegio que había en el poblado, llamado Instituto Educativo Balder, en el cual mi hermano mayor también estudió, aunque a causa de la situación económica de la familia jamás pudo terminar sus estudios escolares. Algo que en mí caso no ocurrió. Mi hermano ayudaba a mi padre en la fábrica de textiles, desde que este consideró que tenía edad suficiente para trabajar, cosa muy común en aquella época.
En noveno grado, a la edad de 16 años, decidí crear junto con mis compañeros de curso, Ana y José, una especie de periódico escolar, llamado La Verdad, en honor al programa de radio que tanto me gustaba, pero que lastimosamente ya no existía. Se rumoraba que el gobierno central había dado la orden de cerrarlo, ya que dicho programa de radio era muy crítico de este. El periódico tenía dos secciones, una dedicada a las noticias más importantes del poblado de Balder, y otra dedicada a las noticias relacionadas con la institución educativa. Su frecuencia era semanal, se acumulaban todo tipo de noticias, pero mis compañeros y yo seleccionábamos las más importantes. Todo eso lo hacíamos en la vieja máquina de escribir de la escuela, en la cual lográbamos hacer de unos diez a veinte ejemplares, repartidos estratégicamente por toda esta. En una edición decidimos sacar una nota criticando la poca inversión que hacía el rector en el plantel educativo, la cual fue idea mía, pero que no tuvo una buena acogida por parte de mis compañeros, en especial por que tenían miedo de que el rector tomara represalias en nuestra contra.