Elías encontró en una bolsa de plástico depositada en un bote negro con ralladuras un pollo cocido casi completo. Pensó que tal vez eso pudo haber sido su mejor manjar en años. Se recostó en la parte trasera de una casa y comenzó a abrir la bolsa con delicadeza. Sentía la saliva escurriéndole por los labios, descendiendo por la barbilla y cayendo en la ropa andrajosa que traía puesta.
No pudo resistir mucho tiempo y se llevó un enorme pedazo a la boca. Masticó el pollo; la saliva y los pedazos de comida se mezclaban en su boca. Percibió con sus papilas el sabor a pollo adobado… y también otro completamente desagradable. Escupió el bocado, se llevó la manga sucia a la boca, pasándola por su lengua y dientes. Su estómago se revolvió y sintió que algo subía por su garganta. Giró la cabeza, se inclinó un poco y vomitó lo poco que había digerido en todo el día: unos pedazos de papa hervida. Quería seguir vomitando, pero ya no tenía nada que regresar. Seguía con arcadas y no se calmó hasta que pasaron unos cuantos segundos. Pegó su cuerpo a la pared, levantó la cabeza y cerró los ojos. Respiró profundamente y el ambiente se llenó de un olor ácido. Olvidó que a su lado tenía un pequeño charco amarillento de vómito. Arrugó la nariz y se levantó de su lugar.
Examinó el contenido de la bolsa: rozó con sus dedos la cubierta del pollo. Tenía una textura viscosa y fétida tan desagradable que le quemó las entrañas. Se reprendió por no revisar las condiciones de lo que pudo ser su gran festín “Por algo se deshicieron de él”
Lanzó la bolsa nuevamente al bote en el que la encontró y se alejó lo más que pudo de la maloliente zona. Caminó hasta la calle, en donde la gente transitaba con bolsas en mano con las compras del día.
Elías era un hombre de veinte años de edad. Su madre lo abandonó cuando tenía solo un año de nacido. Logró sobrevivir gracias a un vagabundo que lo recogió, cuidó y alimentó. Su salvador, Augusto, encontró al pequeño niño en la parte trasera de una casa, con una bolsa a sus pies en cuyo interior había unas prendas limpias con olor a jabón y unas cobijas para cubrirse del frío. Tuvo que decidirse entre dos posibles opciones: fingir demencia y cambiar de rumbo, como si no hubiera visto nada o acercarse y tratar de consolarlo.
Se acercó, con paso vacilante. La gente adulta solía asustarse cuando un hombre vestido con harapos y costras de mugre en el rostro se acercaba a ellos y pensó que el niño saldría huyendo al verlo. Sin embargo, no reaccionó de esa manera. Seguía llorando, tenia caminillos de lágrimas descendiendo por sus mejillas y unos hilillos de moco a punto de entrarle a la boca. El pequeño observó con miedo, pero no se movió. ¿Tenía miedo? Seguramente. Augusto lo miró, con lástima. Le preguntó si se encontraba bien, pero el pequeño solo preguntaba por su mamá. Miraba a todas las direcciones, buscándola, pero estaba completamente solo y abandonado a su suerte. Bueno, al menos eso fue lo que su protector le contó cuando tuvo edad suficiente para entender lo que había sucedido.
Augusto pedía en la calle y buscaba en los botes de basura. Le era más fácil buscar y pedir porque él decía que trabajar no era para él. Y Elías, nombre que el vagabundo decidió ponerle, no estaba muy de acuerdo en la forma de vivir de ambos por las pocas oportunidades que tenían de que alguien le diera algún trabajo, pero no tenía otra opción que hacer lo mismo que Augusto.
Pasaron los años y el vagabundo falleció cuando Elías solo tenía diez años. Seguía siendo una escena terrible: la oscuridad de la noche engullía los callejones del pueblo y todo estaba en completo silencio. A lo lejos se escuchaba el canto de los grillos y los sollozos de un niño desesperado.
Augusto no se movía; estaba rígido, tirado en el suelo, con la mirada vacía. El joven niño corrió a la calle y pidió ayuda a los cuatro vientos. Al día siguiente retiraron el cuerpo y lo tiraron en una fosa común. Desde ese día, Elías se volvió un niño más independiente a como era antes.
Era tanta su tristeza que en repetidas ocasiones había intentado cometer locuras, pero siempre se detenía al pensar en lo decepcionado que estaría Augusto si decidiera terminar tan pronto con su vida cuando él le había dado una segunda oportunidad de vivirla.
Su vivienda la fabricó a base de cajas de cartón, le dio una forma apropiada para que todo su cuerpo cupiera en cuclillas. En tiempos de frío no le era muy funcional, pues no tenía nada más que una playera rota para cubrirse de las inclemencias del tiempo, y en época de lluvia su humilde hogar quedaba hecho escombros y sus esfuerzos por reconstruirla eran inútiles.
Había intentado conseguir empleo varias veces, sin embargo, su apariencia hacía dudar de sus intenciones. Vivía de la basura y de las propinas que le daba la gente que permitía que Elías cargara sus bolsas del mandado. Algunos no dejaban que se acercara y pegaban de gritos o le pegaban. Otros pedían ayuda, pues creían que les estaba intentando robar.
Las intenciones de Elías eran honestas. Él solo quería tener un trabajo decente que le permitiera comprar ropa y alimento. Principalmente esto último.
Se detuvo en la acera y analizó a cada pueblerino. ¿Quién de todos me permitiría cargar sus cosas a cambio de una buena propina? Pensó Elías. Decidió ayudar a una mujer mayor. Se acercó y le ofreció ayuda. Al principio, cuando ofrecía sus humildes servicios, su voz estaba llena de miedo. Con el tiempo trabajó en ello y ahora su voz era firme y segura. Ella aceptó y caminaron hasta su vivienda, la cual estaba cerca de las afueras del pueblo. La mujer, cuyo nombre era Rosa, lo recompensó con una buena cantidad de monedas que hicieron feliz a Elías y que guardó en una bolsa pequeña.