Ya era de noche, Paul sabía que debía llevar horas durmiendo, pero no podía esperar. Así que salió corriendo de la habitación en dirección al desván, para su suerte los ladrillos que tapiaban la entrada no eran visibles, lo que indicaba que podía subir.
Estaba a punto de llegar cuando alguien se interpuso en su camino, a su espalda pudo escuchar como los ladrillos se alineaban de nuevo, ocultando la puerta, como si la entrada nunca hubiera existido.
Levantó la vista para encontrarse con el rostro enrojecido de su padre, bajo sus ojos se podían apreciar unas marcadas ojeras, fruto del arduo trabajo que realizaba.
Ahora Raymond se encargaba de todas las tareas de la casa, también debía ir a trabajar ya que su jefe era un tirano que solamente le dejaría descansar y llorar el fallecimiento de Amelie si renunciaba a su sueldo, y lo más importante, colaboraba con un inspector ya retirado de la policía para encontrar al culpable de la muerte de su hija.
Y aún así, raramente se enfadaba, pero el estrés que había acumulado en los últimos días le estaba pasando factura. La pérdida de su hija le había destrozado, pero debía ser fuerte por él y por su familia.
—¿Se puede saber qué haces? Vas corriendo por la casa como un loco, dejándolo todo por el suelo —le reprendió su padre.
Paul se quedó estático, no se atrevió a mover un músculo, su padre no era un buen bebedor y sabía que desde que ocurrió la desgracia Raymond había vaciado la bodega de la casa cuando todos dormían, salvo esa tarde que había empezado antes. Su padre le miró con las mejillas enrojecidas y el ceño fruncido, se acercó al niño y le agarró de la pechera. El aliento del hombre apestaba a vino barato, y bajo sus enrojecidos ojos se podían apreciar unas marcadas ojeras moradas.
—Tú sabes algo —gritó enfurecido — no has parado de hacer cosas raras desde que llegamos.
Paul estaba asustado, su padre siempre había sido un hombre tranquilo que no le haría daño ni a una mosca, pero cuando bebía se transformaba en una bestia impredecible.
—¡Déjale en paz! —chilló su madre al otro lado del pasillo —No es más que un niño, él no tiene la culpa.
Raymond miró a su hijo a los ojos antes de derrumbarse, cayó de rodillas y lloró mientras abrazaba al pequeño. Paul dirigió su mirada hacia la habitación de sus padres esperando ver asomada a Louise, pero se quedó helado al ver el rostro de Dorotea, que lentamente se acercó a él.
—Somos amigos, Paul. Recuerda que nadie te hará daño conmigo aquí.
Al niño se le erizaron los pelos de la nuca, le aterraba la idea de que aquello fuese una amenaza, que le hubiese descubierto y él fuera el siguiente en su lista.
Cuando su padre le soltó, corrió hacia el desván, la puerta había vuelto a abrirse y no tenía tiempo que perder. Podía escuchar a su padre balbucear la letra de una canción que sonaba en la radio mientras buscaba por la habitación aquello que aferraba a Dorotea a la casa.
Dejó al descubierto los restos que Juan le había mostrado. Levantó tablas sueltas del viejo suelo de madera, vació por completo cajas llenas de viejos recuerdos que habían sido olvidados mucho tiempo atrás.
Después de lo que le pareció una eternidad comprendió que lo que buscaba ya no estaba allí, su tío había descubierto su escondite y la mujer había cambiado a su hijo de lugar.
Con el pie de un candelabro de bronce hizo añicos los huesos escondidos en la pared, la casa retumbó con el sonido de un grito femenino. Tras él apareció de nuevo Juan Fraga, pero no estaba solo, a su derecha se encontraba un hombre delgado vestido de traje.
—Gracias por liberarnos —agradecieron los espectros.
—Aún te queda una última misión, pequeño —anunció el hombre —se llevó al niño al jardín, lo enterró con su padre.
Paul sabía donde era, su madre le había contado la historia de cómo durante generaciones su familia había enterrado a sus difuntos en lo más profundo del bosque que había tras la casa.
Corrió escaleras abajo, sin temor de enfurecer a su padre pues había enfadado a algo más peligroso. La imagen de la casa desaparecía tras él según se iba adentrando en la arboleda.
Consiguió llegar a un claro donde se encontraba el improvisado cementerio. Las lápidas que habían sido descuidadas durante años, habían sido cubiertas por la maleza.
Paul arrancó desesperadamente las plantas que escondían los nombres de quienes allí yacían. Desveló muchos nombres que habían sido olvidados, hasta que llegó al único que reconoció.
Dorotea Daurella
A su lado se encontraba la tumba del señor Daurella.
Paul excavó desesperadamente, la tierra se le metía debajo de las uñas y se lastimó las manos con piedras y palos que había enterrados, pero todo eso no le importaba, ya que había dejado al descubierto una pequeña caja de madera con un ángel tallado.
Se disponía a sacar su hallazgo del agujero cuando sintió una presencia tras él.
—Paul, ¿a qué estás jugando?