Se le heló la sangre al escuchar la dulce, pero a la vez tétrica, voz de Dorotea. Se giró lentamente para encontrarse con el pálido rostro de la joven, que ya no estaba cubierto por el velo negro que solía llevar.
—Contéstame, estoy esperando —insistió Dorotea.
Paul estaba congelado, su instinto le decía que corriese, que huyese de allí, pero su cuerpo no obedecía y empujado con el miedo respondió.
—Estaba jugando, buscaba tesoros ocultos —mintió.
Paul sabía que la mujer no iba a creer que estaba escarbando donde ella escondía sus secretos por casualidad, pero por sorpresa para el niño, Dorotea sonrió. Dentro de su oscura boca se podían apreciar, los que en algún momento fueron blancos, dientes que ahora estaban cubiertos de sarro y motas negras.
Alargó una mano para levantarle, le quitó el polvo que tenía en cara y ropa y le acompañó a su casa donde su padre corría por todas las estancias con el rostro enrojecido por el alcohol ingerido y una expresión en el rostro que estaba entre la preocupación y la ira.
Cuando vio a su hijo corrió hacia él y le agarró de la pechera de la camiseta del pijama azul claro, con manchas de tierra, que llegaba mientras le gritaba.
—¿Se puede saber dónde estabas? ¿Es que quieres acabar como Amèlie?
Le zarandeó tan fuerte que el pequeño cuerpo de Paul se empezaba a deslizar dentro de la camisa. El pequeño estaba tan asustado que comenzó a llorar, una lágrima se deslizó por su mejilla hasta su barbilla, de ahí cayó, Dorotea agarró a Raymond antes de que esta tocara el suelo.
El cerebro borracho del hombre no comprendía lo que pasaba, el espectro le golpeó contra el suelo para luego mirarle a los ojos y, entre un horrible sufrimiento, romperle los huesos y arrebatarle la vida ante la mirada de su hijo, que lloraba suplicando que liberase a su padre.
—¿Por qué querías que lo liberase? —preguntó la joven, soltando el cadáver del zapatero —Te estaba haciendo daño.
Acarició la cabeza del niño como quien lo hace con un perro mientras le decía.
—Te prometí que no dejaría que nadie te hiciera daño.
Dorotea acostó y arropó a Paul en su cama y plantó un gélido beso en su frente.
—Buenas noches, mi pequeño.
Paul cerró los ojos, pero no fue capaz de dormir más de treinta minutos seguidos, las imágenes de como Dorotea le había descubierto y más tarde había asesinado a su padre se le aparecían una y otra vez, perturbando su sueño.
El grito de su madre hizo que se levantase de un salto y fuese a buscarla. Louise se encontraba frente a la puerta principal, observaba con horror el cadáver de su marido, mientras lloraba desconsoladamente.
—No, ¿por qué ha pasado esto? —sollozaba.
Se giró y al ver a su hijo ahí tapó lo mejor que pudo el rostro destrozado y ensangrentado de Raymond, y apuró al niño para que entrase en la casa lo antes posible. La mujer subió corriendo y con un mantel que consiguió en la cocina cubrió el cuerpo antes de volver al interior de su hogar y llamar a la comisaría del pueblo.
Los guardias no tardaron en llegar acompañados del doctor del pueblo, que se llevó el cadáver para investigar la causa de la muerte.
Los policías trataron de tranquilizar a Louise para que contestara a sus preguntas, pero no sacaron nada en claro, cuando acabaron con ella lo intentaron con Paul.
—¿Anoche saliste de casa? —preguntó amablemente el mayor de los guardias.
En otras circunstancias le habría parecido un hombre gracioso, su poblado y canoso bigote se movía mientras hablaba.
—No, he dormido toda la noche —la voz del pequeño temblaba.
No sabía si era por la falta de sueño o porque realmente estaba ahí, pero notaba la mirada de Dorotea fija en él, además sabía que si les contaba lo que realmente había visto le tomarían por loco.
—¿Estás seguro? Tienes muchas ojeras para ser tan pequeño.
—Señor, discúlpeme, pero mi familia no lo ha pasado bien últimamente. Así que agradecería que si mi hijo le dice que no sabe nada, le crea —le defendió Louise.
No hicieron más preguntas, prometieron llamar pronto, pero no llegarían a hacerlo.
En cuanto cerró la puerta Louise se derrumbó, lloraba ante la mirada de su hijo, que la abrazó, no sabiendo cómo consolarla. Entre los brazos de su madre Paul se sintió a salvo, así que dejó salir todo lo que llevaba dentro, el lento se llevaron todo el dolor y el miedo que el niño sentía.
Su madre secó sus lágrimas con sus pulgares y besó su frente.
—Paul, has dicho todo lo que sabes, ¿verdad? —preguntó mirándole a los ojos.
Una sombra apareció tras la mujer. Louise no lo notaba, pero Dorotea clavaba también su mirada en Paul mientras se apoyaba en sus hombros.
—Sí, te lo prometo mamá.
Esa respuesta tranquilizó a la mujer que se fue a la cocina para prepararse una infusión relajante con té, mientras Paul se sentaba en el sofá.
Todo el pueblo comentaba lo que estaba sucediendo en la casa de la familia Lassarre, entre los murmullos resurgían los rumores de la maldición que la casa albergaba. Pero a Paul no le importaba lo que la gente contase, lo que le quitaba el sueño era que Dorotea no se había dejado ver en varias semanas.