Días de campo sangrientos

Capítulo 23

 

   Llevamos el cuerpo de Carla hasta el cuarto y lo colocamos en la cama al lado de Iván. Antes de tapar el rostro de ella con la sábana, observé sus ojos y recordé la fuerte amistad que habíamos tenido durante años; me parecía imposible que haya intentado matarme.

   -Parece mentira -comentó Luciana-, los cuatro éramos inseparables.

   Cerramos la puerta del cuarto y nos fuimos al  comedor. Decidimos mantener las ventanas y la puerta de entrada trabadas hasta que amanezca. Continuábamos con miedo.

   -En la mañana -le dije a Luciana mientras me sentaba al lado de ella en el sillón- llega el tío de Carla. ¿Cómo vamos a explicarle lo que pasó? ¿Cómo decirle que su sobrina asesinó gente y la matamos para defendernos?

   -El tío no nos va a creer… Va a defender a la sobrina.

   -Tenés razón -le dije pensando una solución-. Vamos a tener que mentirle: hay que explicarle que fuimos acechados por un extraño (nunca pudimos verlo) que fue matando a todos uno por uno. Luego, cuando llegue la policía, contamos la  verdad.

   -Sí, es lo mejor que podemos hacer.

   Nos quedamos abrazados y en silencio. Luciana apoyó su cabeza en mi hombro y cerró los ojos. Nos encontrábamos muy cansados. Intenté dormir esperando el amanecer, también cerré los ojos y en mi mente se cruzaron diversos episodios horrorosos que sucedieron en la casa de campo: Blondi flotando en la pileta con un cuchillo clavado en su costado derecho, el cuerpo de Valeria, la novia del primo de Carla, con un hacha incrustada en su cabeza, el hombre del bastón muerto y con su brazo arrancado, la muerte accidental del casero Miguel y la desaparición y muerte de Sebastián. Las imágenes iban y venían y en un momento entendí que la persona que asesinó a Sebastián no pudo haber sido Carla… Ella estaba en la casa y Sebastián había ido a tapar el cuerpo; luego, mi amiga se mantuvo cerca de mi vista. No era la asesina.

   Comencé a sentir un escalofrió que me hizo sentir un miedo expresado en transpiración en mi frente y latidos acelerados del corazón; abrí los ojos y observé la mano de mi novia abrazando mi cintura y parte de su cabeza que descansaba en mi hombro. ¿Ella? No, no podía ser Luciana. Era mi novia, la romántica, la tranquila, la que nunca quería problemas y evitaba las discusiones, la amable, la delicada, la que me entendía en todo, mi compañera, mi amiga de la adolescencia… No, no podía ser ella ¿Por qué iba a matar a todos? ¿Por qué?

   Me levanté lentamente del sillón. Sentí que ella ya lo sabía, que sospechaba que la había descubierto. Caminé hasta la puerta sin mirarla, no quise ver para atrás. ¿Se estaría levantando del sillón? ¿Estaría con un arma a punto de matarme? Destrabé la puerta y di dos vueltas con la llave. Antes de girar el picaporte, decidí mirarla: continuaba como la había dejado: durmiendo en el  sillón.

   Abrí la puerta y salí. Estaba por amanecer, pero aún continuaba la oscuridad. Cerré la puerta y me fui llorando hasta la pileta, me senté en una reposera y observé el agua. Medité qué hacer: esperaría a que llegue el tío de Carla y… No sabía qué hacer. Debía contarle todo a la policía.

   Mientras pensaba, escuché un ruido que venía de la casa. Miré la puerta esperando que aparezca mi novia. Tenía el cuchillo en la mano listo para defenderme. Pasaron unos minutos y no salió nadie. Tomé valor y fui acercándome a la casa de campo del tío de Carla.

   -¡Luciana! -la llamé para que salga.

   Nadie me respondió.

   -¡Luciana!

   Sólo se  escuchaba la voz del zorzal que no paraba de cantar. Abrí la puerta de una patada y vi a Luciana que seguía acostada en el sillón. Me acerqué a ella y noté que le salía sangre del cuello. Levanté su mentón y observé que tenía un corte profundo. Estaba muerta.

   Me desesperé y con el cuchillo fui a la habitación. Comprobé que los cuerpos de Iván y Carla estén sin vida. Miré, completamente desesperado, debajo de la cama: no había nadie. Sólo me quedaba revisar la habitación en donde estuvimos Luciana y yo.

   Me paré delante de la puerta del cuarto y tuve un mal presentimiento. Se me cruzó la imagen del encapuchado de mis sueños, aquel hombre que mató a mi hermano. Estaba seguro que se encontraba ahí dentro, escondido y esperándome, listo para matarme. Iba a abrir la puerta, pero me atemoricé. Salí corriendo con el cuchillo en la mano. Me alejé diez metros de la casa y noté la ventana de mi cuarto abierta, deduje que había entrado por ahí.

   Comencé a correr por el único camino que conducía al pueblo. Iba cansado, angustiado y con miedo. Cuando hice dos kilómetros, vi el lago Soledad y recordé su historia. Debía cruzar el puente de madera. Iba a hacerlo, pero una imagen detuvo mi andar: el jeep de Enrique. La esperanza invadió mi pecho y me acerqué al vehículo que se encontraba estacionado; no había nadie dentro, estaba vacío.

   -¡Enrique! -hablé en voz alta.

   No estaba. ¿Sería el que estaba en la casa? ¿Él había sido? ¿Quién era ese hombre que parecía tan simpático? ¿Por qué lo hizo? Revisé el jeep y encontré un mini telescopio, fotos de Carla y de Luciana y el dinero que le dimos por las provisiones. Nunca se había ido. Cuando le pagamos, escondió allí su jeep y nos espió y acechó. Por algún motivo quiso matarnos a todos.



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En el texto hay: crimenes, vacaciones, misterio amistad

Editado: 25.11.2021

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