I
De un día para otro,
alzamos el telón de los aplausos.
A cubierto, en madrigueras,
alentamos a los que siguen fuera,
viéndoselas con el mal trago.
Y no le enoja a ese guripa
que le dedique a su mujer mi afecto,
pues Lidia es enfermera
y él, aquel Otelo urbano,
que antaño me multaba sin reparos,
al aparcar en doble fila
con mi Pegaso de reparto.
En esta sociedad del descalabro,
hoy se ha vuelto el mundo relativo,
desde que somos efigies forajidas,
partidas por igual zarpazo.
Profanos en materias porceláneas,
a nadie le lució de las ideas
que la suerte gestase tal tragedia,
agrietando lo frágil, de fiereza.
Y nos tocó la china en plena fiesta,
cual terapia de choque torticera,
con este quebradero humano.
Desgarrándonos de oriente hacia occidente,
birlándonos los senos de los labios
y el danzar de los vientres enlazados;
sesgando la complicidad entre las mejillas
y el apretón leal de la camaradería;
esquilmando del hogar a los mayores,
dejándolos vendidos, sin despedida.
Y lo vimos venir a carcajadas
como una plaga de indolencia,
mala bruja que susurra en la inconsciencia:
“Esto, no está pasando”.
II
De pantalla a pantalla,
ruedan pupilas buscando explicaciones,
entre los píxeles estrangulados
de las táctiles planicies saturadas,
escrutadas de cerca, por bandadas ingentes
de criaturas periféricas.
Antes que los memes
neutralicen las pesquisas metódicas,
requisando soslayos arenosos
de miradas incautas, por doquier,
y burlen las angustias ingenuas
de esta voraz claustrofobia,
que es la propia sombra atragantada.
Antes, de escurrirse las yemas desvestidas
hacia los hipervínculos pueriles
bajo la subsistencia confinada,
y de hallarnos incapaces
de amansar la insensatez,
durante la intemperie de las risas vendadas.
III
De sol a sol,
envueltos en cortinas de humor desorientado,
ávidos descongelamos bulos y se cocinan selfies,
desde los búnqueres hipotecados
con sus familias nucleares adentro.
O desde las oclusas chozas malvivientes,
infestadas de caricias desestructuradas. También,
en los parcos templos ocupados por apátridas goliardos,
a quiénes les tremola el alquiler de sus miembros emparedados.
Así transpiran los minutos, de tanta vigorexia atrincherada,
batiéndose en retirada tras mirillas y pomos inservibles.
Entre puertas y ventanas monótonas,
un trueno de sirenas, revienta los cristales del tiempo,
en el ambiente desplomado de esta quietud invertebrada
que atraviesa las ramblas mutiladas, sin los pasos truncados.
En ese firmamento de almas desaparecidas,
de intensas avenidas que se quedaron huecas,
huérfanas de la hora punta, sin su fluvial cotidianidad hirsuta;
y que anhelan repatriar las piernas sobre el lomo diezmado,
de sus plazas y parques y puentes, ahora mastodontes sin carne;
y volver a albergar pronto, aquel plomo lento de los atascos.
IV
De norte a sur, de este a oeste,
perdieron las palomas sus puños de migajas,
cuyas muñecas contiguas los han puesto a rezar,
a punto de ser sacrificados por pasarse de viejos.
Clausurándose en urgencias las alergias de marzo;
porque nada desvía el plañir de las ambulancias,
arrollando en su huir a los tímpanos agotados,
en medio de tanta incertidumbre acurrucada.
Y a las ocho, en concurridas fachadas de trapos,
se arropan las manzanas, izando sus volúmenes por barrios.
Y hay simios en terrazas omnívoras,
colmadas de geranios panorámicos,
que ya no aguantan más tras las vistas hastiadas,
ni con el acristalamiento doble de otro par de copas.
Empapados hasta el tuétano del tedio.
Arruinándose sin fútbol y sin teletrabajo.
Expuestos en el limbo de Tinder,
como estatuas inanes de quimeras castradas.
Sin falderos gatitos que les laman el miedo,
ni peluches pulgosos a los que limpiar cacas.
Entretanto, ajenos a la turba de Netflix,
desarmados del lazo de sus familiares...,
los ancianos suplican el aire que les falta
y les cierran sus mandíbulas recién asfixiadas,
en esos geriátricos fallidos, de usar y tirar.