El viento soplaba con un silbido agudo entre los muros agrietados del antiguo internado. A lo lejos, la mole gris se erguía contra el cielo opaco de la tarde, como si hubiera resistido con obstinación al paso de los años. Las ventanas, rotas en su mayoría, parecían ojos vacíos que vigilaban a cualquiera que osara acercarse. El edificio sería demolido en cuestión de días, pero esa noche, por decisión propia, seis antiguos alumnos volverían a cruzar sus puertas.
No era casualidad. Alguien había lanzado la propuesta en un grupo olvidado de mensajes: “Última noche en el internado. Una despedida antes de que lo derriben. ¿Se animan?”. Lo sorprendente no fue que la idea surgiera, sino que todos aceptaran.
Llegaron de a poco, con autos viejos o caminando desde la ruta, cargando mochilas y linternas como si fueran excursionistas. En realidad, eran adultos intentando reconectar con un fragmento de su adolescencia que jamás había terminado de cerrarse.
Primero apareció Camila, la líder. Siempre había sido la encargada de poner orden en las épocas escolares, la que se sentaba en primera fila y organizaba los trabajos en grupo. Ahora llevaba un saco elegante, el cabello recogido en una cola firme y un aire de seguridad que no dejaba espacio para dudas. Saludó a los demás con abrazos breves y una sonrisa que parecía ensayada.
Detrás llegó Lucas, el bromista. Traía la misma sonrisa amplia que en la adolescencia, aunque ahora enmarcada por arrugas prematuras y un cansancio en la mirada. Sacó una linterna y la apuntó hacia la fachada en ruinas.
—Bueno… si alguno de ustedes muere esta noche, juro que yo no fui —dijo, y estalló en una risa que se perdió entre los ecos del lugar.
Valentina, la tímida, bajó del coche sin levantar demasiado la vista. Vestía un abrigo largo y oscuro, y apretaba contra el pecho un cuaderno gastado, como si todavía necesitara escudos contra el mundo. Apenas murmuró un “hola” mientras evitaba mirar directamente a los demás.
A los pocos minutos apareció Mateo, el rebelde. Tenía tatuajes en los brazos y un cigarrillo a medio terminar entre los labios. Su moto quedó estacionada en la entrada, iluminada por la última luz anaranjada del atardecer. Caminó con pasos firmes, aunque sus ojos se desviaban cada tanto hacia las ventanas del edificio, como si buscara algo que lo incomodaba.
Sofía, la intelectual, llegó después. Siempre había sido la que corregía a los profesores, la que llevaba libros más gruesos que los cuadernos escolares. Ahora tenía un bolso repleto de apuntes viejos, como si pensara que incluso en una reunión así podía tomar notas. Sus lentes redondos brillaban con el reflejo de la linterna.
Por último apareció Diego, el tranquilo. El que nunca levantaba la voz, el que se sentaba al fondo de la clase y parecía invisible. Ahora, con barba descuidada y mirada cansada, seguía transmitiendo la misma calma que incomodaba a los demás. Saludó con un gesto breve, como si no necesitara palabras.
Los seis se reunieron frente a la entrada principal del internado. El portón de hierro estaba oxidado, y un candado colgaba roto de una de las cadenas. No era difícil imaginar cómo había sido el lugar en sus años de gloria: estudiantes entrando en fila, voces corriendo por los pasillos, el murmullo de los profesores. Pero ahora todo estaba apagado, como un cuerpo al que hubieran vaciado de vida.
—¿Listos? —preguntó Camila, con un tono que era más orden que consulta.
Lucas levantó la linterna.
—Listos para moriiiiir.
Nadie rió esta vez.
El interior olía a polvo y humedad. El eco de sus pasos resonaba como un latido irregular. Avanzaron por el vestíbulo, iluminando paredes descascaradas y pizarras cubiertas de grafitis. El aire estaba helado, más de lo que correspondía a una tarde de primavera. Valentina se estremeció, apretando aún más su cuaderno.
—Es raro… —murmuró Sofía—. Parece como si el lugar nunca hubiera sido usado.
—O como si nunca hubiera sido abandonado —corrigió Diego con voz baja.
El grupo se miró, pero nadie quiso seguir esa línea de pensamiento.
Llegaron al salón principal, donde habían decidido acampar. Colocaron linternas, algunas mantas y un termo con café. Por unos minutos, la atmósfera se alivió: bromas sobre los viejos profesores, anécdotas de travesuras adolescentes, recuerdos de fiestas escondidas en dormitorios. Pero esa sensación de camaradería se quebraba cada vez que un ruido seco retumbaba desde los pisos superiores o cuando el viento se colaba por rendijas imposibles.
En un momento, mientras Lucas contaba una anécdota, Valentina se levantó abruptamente.
—¿Lo escucharon? —preguntó, con voz temblorosa.
Todos guardaron silencio. Durante un instante, solo se oyó el ulular del viento. Luego, un sonido claro: pasos. Lentos, arrastrados, resonando en el pasillo que conducía a las antiguas aulas.
—Debe ser un vagabundo —dijo Mateo, aunque su voz carecía de convicción.
—O una rata gigante —intentó Lucas, riendo nervioso.
Camila frunció el ceño y encendió otra linterna.
—Sea lo que sea, mejor revisemos. No quiero pasar la noche con intrusos.
Avanzaron en grupo, las luces titilando sobre las paredes manchadas. El pasillo parecía más largo de lo que recordaban, como si hubiera crecido en la oscuridad. Al fondo, una puerta entreabierta dejaba escapar un hilo de sombra aún más densa que la penumbra general.
Diego fue el primero en acercarse. Empujó la puerta con calma, revelando un aula vacía. Mesas volcadas, pizarras rajadas, polvo acumulado en cada rincón. No había nadie allí.
Pero cuando Lucas iluminó la pizarra con su linterna, el grupo se quedó sin palabras.
Con una tiza blanca, aún fresca, estaba escrito un solo nombre.
El de su compañero muerto hacía diez años.
El silencio fue absoluto.
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Editado: 11.09.2025