La noche del accidente no estaba en los registros oficiales. Para cualquiera ajeno al internado, había sido un día normal de clases. Pero para los seis adolescentes que ahora regresaban, aquel recuerdo seguía vivo, como una herida que nunca cicatrizó del todo.
Era invierno. El internado se alzaba entre la niebla, aislado del pueblo más cercano. Los estudiantes llevaban abrigos gruesos y bufandas que apenas los protegían del frío cortante. Entre ellos estaba Julián, el compañero que nunca salió con vida de esas paredes.
Julián era distinto. Ni líder ni rebelde, ni tímido ni bromista. Tenía esa mezcla incómoda de inteligencia y vulnerabilidad que lo convertía en blanco fácil. Los demás, incluso quienes ahora regresaban, lo habían tratado con indiferencia, a veces con crueldad velada.
Todo ocurrió una noche en que los internos decidieron colarse en el ala prohibida: el tercer piso, clausurado desde hacía años por un incendio. Mateo había sido quien impulsó la idea, desafiando al resto a demostrar que no tenían miedo. Lucas, como siempre, lo apoyó con bromas pesadas. Camila se resistió al principio, pero terminó cediendo para no perder autoridad. Sofía vio en la aventura una oportunidad de investigar el misterio del incendio. Valentina, temblorosa, se dejó arrastrar para no quedar afuera.
Julián fue el último en aceptar.
El tercer piso olía a humo viejo, aunque el fuego ya era solo un recuerdo. Las paredes ennegrecidas tenían marcas que parecían manos, y las ventanas cubiertas de hollín apenas dejaban pasar la luz de la luna. El aire era espeso, casi irrespirable.
—Esto es un suicidio —murmuró Julián, mirando el pasillo oscuro.
—No seas cobarde —replicó Mateo, empujándolo hacia adelante.
Exploraron varias aulas en ruinas, repletas de muebles calcinados. Lucas se adelantó y lanzó un grito para escuchar el eco. El sonido rebotó de forma extraña, como si viniera desde un lugar más profundo de lo que permitía el pasillo.
Fue entonces cuando lo oyeron. Un golpe seco, proveniente del aula del fondo.
Al llegar, encontraron la puerta entreabierta. Dentro, el aire era aún más helado que en el resto del piso. En el suelo había un círculo de ceniza, como si el incendio se hubiera concentrado en ese punto.
Julián se negó a entrar.
—No… no deberíamos estar aquí.
Pero Mateo y Lucas lo empujaron con risas nerviosas. Camila intentó imponer calma, aunque su propia voz temblaba. Sofía, en cambio, observaba con fascinación, tomando notas apresuradas en su cuaderno. Valentina permanecía callada, aferrada al brazo de Camila.
Lo siguiente sucedió demasiado rápido. Una ráfaga de viento cerró la puerta con violencia. La linterna de Julián cayó al suelo y se apagó. En la oscuridad, todos escucharon un alarido ahogado.
Cuando lograron abrir la puerta, Julián yacía en el suelo, inmóvil. Sus ojos estaban abiertos, la expresión congelada en un gesto de terror indescriptible. Nadie supo explicar qué había pasado. No había señales de golpe, ni heridas visibles. Solo aquel rostro, como si hubiera visto algo que los demás no pudieron percibir.
El pánico se apoderó del grupo. Mateo juró que había sido un desmayo. Camila, entre lágrimas, insistía en que lo llevaran a la enfermería. Sofía repetía que debía haber una explicación científica. Valentina no dejaba de murmurar “yo lo escuché, yo lo escuché”, aunque nunca dijo qué había oído.
Lucas propuso un pacto: “Nadie tiene que enterarse. Diremos que Julián se escapó. Que huyó del internado. Nadie investigará más allá”.
El silencio que siguió fue la primera complicidad que compartieron como grupo. Todos aceptaron. Todos cargaron con el mismo secreto.
Al día siguiente, la versión oficial circuló entre pasillos: Julián se había fugado. Nadie lo volvió a ver. Los seis guardaron silencio durante años, hasta que el internado quedó abandonado.
Pero aquella noche nunca terminó del todo. En sueños, en momentos de soledad, cada uno de ellos juraba escuchar aún la voz de Julián llamándolos por su nombre.
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Editado: 11.09.2025