Diez años de oscuridad

Capítulo 2 – La primera noche

El silencio tras aquel susurro era tan espeso que parecía sofocar. Seis pares de ojos fijos en la pizarra, en aquel nombre escrito con tiza fresca: Julián.

Lucas fue el primero en romperlo.
—Esto es una broma, ¿no? —tragó saliva, intentando recuperar su tono habitual—. Alguno de ustedes lo escribió y ahora me están tomando el pelo.

—Nadie tocó la pizarra —murmuró Sofía, ajustándose los lentes con manos temblorosas—. El polvo… está intacto.

Camila respiró hondo, intentando imponerse sobre el miedo.
—Es imposible. La puerta estaba cerrada. No había nadie aquí.

Mateo soltó una carcajada seca, más parecida a un gruñido.
—Por favor. Seguramente alguno lo hizo hace rato para asustarnos y ahora se hacen los inocentes.

Valentina se estremeció. Había permanecido en silencio desde que entraron al aula, pero ahora susurró apenas audible:
—Esa voz… no era una broma.

Nadie respondió. La tensión era tan fuerte que los unía más que cualquier pacto.

Volvieron al salón principal, arrastrando las linternas como si la luz fuera un salvavidas. Prepararon sus bolsas de dormir en el suelo, formando un círculo alrededor de una lámpara portátil que lanzaba un resplandor débil. La idea era simple: estar juntos, no separarse. Como si la cercanía pudiera espantar lo que acechaba en los pasillos.

Las primeras horas transcurrieron en una mezcla incómoda de risas forzadas y recuerdos de adolescencia. Lucas volvió a su papel de bromista, aunque cada risa parecía un poco más forzada. Sofía intentó racionalizar todo, hablando de fenómenos acústicos y sugestión colectiva. Mateo encendió un cigarrillo y habló de vandalismo juvenil, de cómo seguramente algún otro había entrado antes que ellos y dejado la inscripción en la pizarra.

Camila no decía mucho. Se limitaba a vigilar al grupo, como si aún fuera la capitana de aquel barco a la deriva. Diego, sentado en silencio con la espalda contra la pared, observaba sin intervenir, con una calma que inquietaba.

La madrugada avanzaba lenta. El internado crujía como si respirara. El viento se colaba por rendijas invisibles, produciendo sonidos que recordaban susurros. Cada tanto, un golpe seco retumbaba en algún lugar del edificio, como una puerta cerrándose sola.

Valentina no podía dejar de mirar hacia los pasillos oscuros. Sus manos acariciaban compulsivamente la tapa de su cuaderno. De pronto, alzó la voz con un hilo nervioso.
—Yo… yo escuché a Julián aquella noche.

Las linternas giraron hacia ella.

—¿De qué hablas? —preguntó Camila, frunciendo el ceño.

Valentina bajó la mirada.
—Diez años atrás, en el tercer piso. Cuando pasó lo que pasó. Él… él gritó mi nombre. Yo lo escuché claro. Nunca se lo dije a nadie porque pensé que no me creerían.

Lucas soltó una risa nerviosa.
—Vamos, Valentina. Estábamos todos allí. Nadie oyó nada.

—Yo sí —insistió ella, con lágrimas brillándole en los ojos—. Y ahora lo escuché otra vez. Esta noche.

El silencio volvió a caer, pesado, incómodo.

Mateo se levantó bruscamente.
—¿Saben qué? Esto es ridículo. Solo son ruidos viejos en un edificio a punto de derrumbarse. Yo no pienso pasar la noche aquí temblando como idiota. Voy a dar una vuelta para demostrar que no hay nada.

—No vayas solo —ordenó Camila.

—¿Qué pasa, tienes miedo de la oscuridad? —respondió él con una sonrisa torcida.

Antes de que alguien pudiera detenerlo, Mateo tomó una linterna y se internó en el pasillo. Su silueta se fue perdiendo hasta quedar tragada por la penumbra.

Los demás se miraron, sin decidir si seguirlo o dejarlo. La lámpara portátil titiló una vez, como si dudara en apagarse.

Minutos que parecieron horas pasaron en silencio.

De pronto, un grito desgarrador atravesó el internado.

Camila se puso de pie de inmediato, pero fue Diego quien habló con voz baja, firme:
—Ese no fue un grito de miedo. Fue un grito de dolor.

Lucas palideció. Sofía sujetó el brazo de Valentina. Todos miraron hacia el pasillo donde Mateo había desaparecido.

Y entonces lo vieron.

La linterna de Mateo, rodando sola por el suelo, hasta detenerse frente a ellos.

Detrás, el pasillo estaba vacío.




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