La linterna rodó hasta quedar detenida justo frente a la punta de los pies de Marcos. La luz temblaba sobre el piso de madera, proyectando sombras largas y torcidas contra las paredes. Nadie respiraba.
Andrea fue la primera en romper el silencio.
—¿Dónde está Mateo? —preguntó en un susurro ronco, como si pronunciar su nombre pudiera invocar algo peor.
El pasillo seguía vacío. Ni un murmullo, ni un eco de pasos. Solo la penumbra, densa y expectante.
Marcos recogió la linterna con manos temblorosas.
—No… no puede haber desaparecido así —balbuceó.
Lucía se adelantó unos pasos, encendiendo la linterna de su celular. La luz barrió las paredes húmedas, la vieja alfombra, las puertas cerradas de los cuartos. Nada.
—Tal vez… fue una broma suya —intentó decir Sofía, aunque su voz carecía de convicción—. Ya saben cómo es, siempre tratando de asustar.
—No —la interrumpió Camila, con la cara pálida—. Yo estaba detrás de él. Lo vi… lo vi girar hacia el pasillo, como si alguien lo llamara. Y después… nada.
Un silencio incómodo cayó sobre el grupo. Nadie quería admitir lo que empezaba a flotar en el aire: que no estaban solos.
Marcos respiró hondo, intentando recuperar la compostura.
—Está bien. Lo buscamos. No se pudo ir lejos. Esta cabaña no es tan grande.
Dividieron la búsqueda en parejas: Andrea y Lucía revisaron los dormitorios; Marcos y Sofía inspeccionaron la planta baja; Camila se quedó en el salón, temblando, con la linterna de Mateo en la mano.
Los minutos pasaban lentos, pesados. Cada crujido de las tablas, cada golpe de viento contra los postigos parecía amplificarse en la oscuridad.
Andrea abrió la primera puerta del pasillo. El cuarto estaba igual que la última vez: cama cubierta de polvo, muebles cubiertos con sábanas viejas. Un olor agrio de humedad. Nada más.
—No está aquí —murmuró, aunque sabía que Lucía lo veía también en sus ojos: la sensación de que el cuarto los observaba.
En el salón, Camila se abrazaba las rodillas. El haz de la linterna caía sobre la chimenea apagada, y ella no podía dejar de sentir que entre las brasas frías se escondía un rostro.
—Tranquila, tranquila… —se repetía en voz baja, pero las palabras eran huecas.
De repente, un golpe seco resonó en el techo. Camila dio un salto, soltando un grito ahogado. La linterna tembló en sus manos.
Los demás corrieron de inmediato hacia el salón.
—¡Fue arriba! —dijo Camila, con lágrimas en los ojos—. ¡Algo se movió allá arriba!
Marcos tragó saliva.
—El desván…
El grupo subió la escalera lentamente, la madera crujiendo bajo sus pasos. Cada escalón era una condena. Llegaron a la puerta del desván, cerrada con un viejo candado oxidado.
—Imposible que haya entrado —dijo Sofía, apenas susurrando.
Y entonces lo oyeron: un golpeteo rítmico desde adentro. Como uñas arañando madera.
Andrea retrocedió instintivamente, el corazón golpeándole en el pecho.
—No puede ser…
Marcos tomó valor y empujó la puerta, aunque el candado permanecía firme. El golpeteo se detuvo de golpe, como si la presencia del grupo hubiera sido descubierta.
El silencio que siguió fue aún más insoportable.
—Tenemos que irnos —dijo Lucía, casi en un sollozo—. ¡Ahora!
Pero antes de que nadie respondiera, la linterna de Camila parpadeó, y durante una fracción de segundo, todos lo vieron: una silueta detrás de la pequeña ventanilla del desván. Pálida, inmóvil. Observándolos.
Era Mateo.
O lo que quedaba de él.
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Editado: 11.09.2025