Nadie se movió después de ver aquella silueta tras la ventanilla del desván. Mateo estaba allí, quieto, observándolos con una expresión imposible de descifrar. La linterna de Camila parpadeó y, cuando recuperó su luz, la figura ya no estaba.
El grupo bajó las escaleras en un torbellino de respiraciones agitadas y gritos entrecortados. El miedo había roto cualquier intento de control.
—¡Lo viste! —Andrea señaló a Marcos temblando—. ¡Tú también lo viste!
—Yo… sí, pero no puede ser. ¡No puede ser! —Marcos se agarraba la cabeza, intentando borrar la imagen de sus ojos.
Lucía lloraba en silencio, cubriéndose la boca con las manos. Camila la abrazaba, pero su propio cuerpo temblaba.
Sofía trató de mantener la calma.
—Tal vez… tal vez no era él. Puede haber sido un reflejo, una sombra, algo que nos pareció.
—¡Basta de excusas! —gritó Andrea—. ¡Algo nos está jugando!
El aire en la cabaña se volvió pesado, casi sofocante. El fuego en la chimenea se apagó con un chasquido seco, dejando el salón sumido en una oscuridad densa.
Marcos encendió la linterna. El haz de luz reveló las paredes, y algo había cambiado: rasguños profundos recorrían la madera, formando palabras trazadas con violencia.
“USTEDES SABEN LO QUE HICIERON.”
El silencio fue absoluto. Nadie respiraba ni se atrevía a hablar.
—Ya no es casualidad —dijo Andrea—. Nos está hablando. Nos está culpando.
Sofía negó con la cabeza, desesperada.
—No… no puede ser. Nadie más sabe lo que pasó. Nadie.
Marcos la miró con gesto torvo.
—¿Y si nunca estuvimos solos? ¿Y si siempre nos estuvo observando?
La discusión estalló. Andrea acusó a Marcos de haber convencido al grupo de callar. Sofía gritó que todos fueron cómplices. Lucía pidió que pararan, que se calmaran. Camila, en un rincón, repetía el nombre de Mateo como una oración.
La tensión aumentaba con cada minuto. Golpes resonaron desde el piso superior: pasos pesados, lentos, como si alguien arrastrara los pies sobre la madera. Se dirigían directamente hacia la escalera.
—No pienso esperar a que baje —dijo Andrea, tomando una botella de vidrio vacía como arma improvisada.
La linterna parpadeó otra vez, y durante ese instante escucharon un murmullo colectivo: voces susurrando sus nombres al mismo tiempo.
Lucía gritó y Sofía la sujetó de los hombros.
—¡No escuches!
Los susurros cesaron de golpe, dejando al grupo más desconcertado que antes. Pasaron el resto de la noche encerrados en el salón, vigilando la puerta con los ojos abiertos, incapaces de dormir. La cabaña parecía respirar con ellos, latiendo como un corazón enfermo.
Cuando la primera luz gris del amanecer se filtró por los postigos, algo cambió.
Andrea se levantó de golpe, con la sensación de que una idea la atravesaba.
—No podemos seguir negándolo —dijo, con voz quebrada pero firme—. Esto no empezó anoche. Esto empezó hace diez años.
El grupo la miró en silencio, agotado y derrotado.
Andrea caminó hasta la ventana y apartó las tablas que la cubrían. La claridad apenas alcanzaba para iluminar su rostro.
—Si vamos a sobrevivir, tenemos que hablar de lo que pasó con él. Con… —tragó saliva— con Julian.
El silencio fue absoluto. Por primera vez alguien pronunció el nombre prohibido.
Y entonces, como si esas palabras hubieran abierto una puerta olvidada, los recuerdos regresaron.
La cabaña se desdibujó. El aire cambió. La luz del sol se volvió más intensa. Y allí estaban ellos, seis adolescentes llenos de vida, riéndose en la orilla del lago… hasta que un grito rompió todo.
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Editado: 11.09.2025