El sol caía bajo sobre el internado, tiñendo de naranja las paredes húmedas. Los seis adolescentes se reunían en el patio trasero, sin imaginar que esa tarde marcaría sus vidas para siempre. El frío del invierno mordía sus mejillas, pero ninguno parecía sentirlo: la emoción de la aventura los mantenía en movimiento.
Julián estaba allí, a un lado, con los brazos cruzados, observando cómo Mateo y Lucas discutían con entusiasmo sobre la idea de explorar el tercer piso. Camila lo miraba con ceño fruncido, intentando medir el peligro; Sofía tomaba notas, ansiosa por cualquier detalle que pareciera misterioso; Valentina permanecía al margen, mordiendo su labio, dudosa.
—Es solo un piso abandonado —dijo Mateo, intentando convencer a todos—. No hay nada que temer.
—Sí, y si cae un techo encima de nosotros, ¿qué? —replicó Julián, con tono irónico, aunque su corazón latía rápido—. Ustedes siempre actúan sin pensar.
Camila suspiró, resignada.
—Vamos. Pero nada de tonterías.
Subieron las escaleras de madera que llevaban al tercer piso, cada paso crujía como un lamento. La luz de la tarde apenas iluminaba las ventanas cubiertas de hollín. La atmósfera era pesada, y un olor a humo viejo persistía en el aire.
Al llegar al aula del fondo, la puerta estaba entreabierta. Dentro, la oscuridad parecía más densa que en cualquier otro lugar. Sobre el suelo, un círculo de ceniza parecía guardar un secreto.
—No deberíamos estar aquí —murmuró Julián, retrocediendo—. Siento… algo raro.
—Vamos, no seas cobarde —insistió Lucas, empujándolo suavemente.
Un golpe seco resonó en la habitación. Todos contuvieron la respiración. Julián dio un paso atrás, tropezando con un banco caído. La linterna de Sofía se deslizó por el piso y se apagó. Durante un instante, el aula quedó sumida en la oscuridad total.
Un alarido resonó, apagándose antes de llegar al pasillo. Todos se miraron, paralizados.
—¿Julián? —preguntó Andrea, con la voz temblorosa.
Nadie respondió. Entonces, un frío intenso recorrió sus cuerpos, como si algo los atravesara. La puerta del aula se cerró de golpe, dejando solo un estrecho haz de luz proveniente de las ventanas.
Cuando lograron abrirla, Julián estaba en el suelo, inmóvil, con los ojos abiertos y una expresión de terror absoluto. No había marcas de golpe, ni heridas visibles. Solo aquel rostro congelado en un grito silencioso.
El pánico se apoderó de todos. Mateo insistió en que había sido un desmayo, que Julián simplemente se había desvanecido. Sofía quería buscar explicaciones científicas, mientras Valentina repetía entre sollozos:
—Yo lo escuché… yo lo escuché…
Lucas propuso un pacto: no decir nada, fingir que Julián se había escapado. Nadie investigaría más allá. Todos aceptaron. Ese fue su primer pacto de silencio, que los marcaría para siempre.
Ahora, diez años después, en la cabaña, cada uno recordaba aquel momento con nitidez dolorosa. La sensación de culpa se mezclaba con miedo. La linterna de Mateo rodando sola en el pasillo, las huellas descalzas, los susurros que pronunciaban sus nombres… todo parecía conectar con aquel día en el internado.
El recuerdo se desdibujó, y de nuevo estaban en el presente. La cabaña parecía respirar con ellos, cargada de una presencia que los observaba y recordaba. El sol apenas entraba por los postigos, iluminando los rasguños en la pared que ahora parecían más nítidos: “USTEDES SABEN LO QUE HICIERON.”
El miedo se mezclaba con la culpa y la incertidumbre: ¿sería solo su imaginación, o aquel pasado había vuelto para cobrar cuentas pendientes?
Nadie se atrevió a hablar. El eco del silencio se volvió más pesado, como si las paredes mismas quisieran recordarles lo que habían hecho… y lo que todavía podían perder.
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Editado: 11.09.2025