La cabaña estaba vacía. Solo el viento se colaba entre las rendijas, arrastrando hojas secas por el piso de madera. La luz del amanecer iluminaba los rasguños en las paredes: palabras que nadie se atrevió a borrar, y que ya no necesitaban linternas para hacerse visibles.
Nadie salió del salón. Nadie habló. Cada uno estaba perdido en sus propios pensamientos, reviviendo imágenes que no podían borrar: el grito de Julián, el pacto de silencio, la sombra de Mateo observándolos desde la penumbra.
Camila fue la primera en romper el hechizo del miedo. Caminó lentamente hacia la puerta, sintiendo que cada paso resonaba en el corazón del edificio. Afuera, el sol acariciaba el bosque, pero la claridad no traía alivio, solo un contraste inquietante con la oscuridad que todavía los seguía.
—Tenemos que irnos —dijo, su voz apenas un susurro—. Esto… esto no puede continuar.
Sofía asintió, con los ojos vidriosos. Andrea y Lucas permanecieron inmóviles, como si fueran parte del mobiliario, incapaces de moverse. Valentina abrazaba sus rodillas, murmurando el nombre de Mateo, y Marcos… Marcos estaba pálido, mirando la linterna caída en el suelo, como si esperara que él mismo le diera una respuesta que nunca llegaría.
Antes de salir, algo llamó la atención de Camila. En la pared donde habían aparecido los rasguños, el nombre de Julián estaba escrito de nuevo, más grande, con un trazo tembloroso y urgente. Debajo, un mensaje nuevo:
“NO SE OLVIDA. NO SE PERDONA.”
Un frío intenso recorrió sus espaldas. Nadie se atrevió a comentar nada. Nadie necesitaba palabras. El silencio decía más que cualquier grito.
Al final, abandonaron la cabaña sin mirar atrás. El bosque parecía más denso, más silencioso, como si la propia naturaleza los hubiera observado y guardado sus secretos.
El grupo había abandonado la cabaña, dispersándose en el bosque mientras el sol comenzaba a iluminar los árboles. Cada uno caminaba en silencio, con el corazón latiendo tan rápido que parecía romper el pecho. Nadie miraba atrás… hasta que escucharon un ruido detrás de ellos.
Un golpe seco, luego otro. Los pasos eran pesados, lentos, pero sin pisar la tierra: flotaban. Camila giró, y lo que vio congeló su sangre.
Mateo estaba allí. Pero no como lo recordaban. Su rostro estaba distorsionado, los ojos completamente negros, la piel pálida como el mármol. La linterna rodaba frente a él, iluminando un vacío imposible. Y detrás de Mateo… todos los demás rostros: Julián, Lucas, Sofía, Andrea y Valentina, pero deformados, con gritos mudos congelados en sus labios.
—¡No…! —gritó Camila, pero su voz fue absorbida por un silencio absoluto.
La figura avanzó hacia ella sin moverse. Cada paso hacía temblar la tierra, aunque sus pies no tocaban el suelo. Camila retrocedió, tropezando, pero la oscuridad parecía cerrarse a su alrededor.
Entonces escuchó un murmullo, profundo y frío, resonando en su cabeza:
—USTEDES NO ESCAPARÁN…
La linterna de Mateo giró sola, iluminando los árboles a su alrededor, y por un instante, Camila creyó ver que los cuerpos de sus amigos habían quedado colgados de las ramas, como sombras sin vida. Gritos desgarradores llenaron su mente, y de repente la figura desapareció.
Camila cayó al suelo, respirando con dificultad, y cuando levantó la vista, todo parecía normal. El sol brillaba, el bosque estaba en calma… pero frente a ella, en la tierra húmeda, había huellas: seis pares de pies descalzos, frescas, que llevaban directamente a la cabaña.
Un susurro recorrió el viento, apenas audible:
—NOS VIMOS…
Camila cerró los ojos, y cuando los abrió nuevamente, la cabaña estaba detrás de ella, como si nunca se hubiera ido. La puerta principal se abrió lentamente, con un chirrido que helaba la sangre.
Y en el umbral… la silueta de todos ellos, mirándola. Sonrisas grotescas. Ojos vacíos. La linterna de Mateo rodaba sola, proyectando sombras que se retorcían como si tuvieran vida propia.
El grito de Camila se perdió en la nada.
El silencio volvió… pero esta vez, definitivo.
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Editado: 11.09.2025