Se dice que, para obtener un buen resultado al seguir una receta en la cocina, dos cosas son importantes: las proporciones y los tiempos. No tiene sentido de otra manera. Y ciertos rituales son, en esencia, una lista de pasos para preparar un buen bocadillo. Lo saben las brujas, grandes cocineras en su mayoría, y lo saben los seres sobrehumanos que pueblan las calles apenas se pone el sol. Para Gerard, vampiro de las épocas de la Revolución, no es ningún secreto. Su más reciente objetivo es simple. La proporción: una sola presa, a cambio de poder ilimitado e inmunidad al sol. El tiempo: la medianoche en el esplendor de la luna nueva de un mes de verano. Y su estómago debe estar limpio, preparado para recibir la sangre fresca.
Su meta es la décima hija de la décima generación de una familia que haya incluido a una bruja en su linaje, al menos. Uno pensaría que eso es algo muy simple de conseguir, que los vampiros a estas alturas deberían ir tranquilos paseándose por los parques en pleno mediodía aterrorizando a los niños, pero no es así. La naturaleza es muy sabia. Los descendientes de una bruja tampoco son tontos. Aunque siempre hay alguna excepción. Y lo mismo ocurre con los amigos de la sangre ajena.
Gerard tiene todo listo. La presa ha sido localizada. Jean, un licántropo de la zona, le vendió el dato. No es la fuente más confiable, sin embargo la posibilidad más remota vale la pena el intento. Ahora, mientras camina en la oscuridad absoluta del monte y los arbustos espinosos arruinan sus pantalones de diseño, entiende que para esta receta hay más factores de los que suponía. El lugar, por ejemplo. No hay nada más urbano que un vampiro. Las épocas de Vlad en su castillo solitario lleno de picas han quedado muy atrás. Ahora los caminos de tierra, el viento incesante, la humedad y el lodo de los pantanos son cosas de chupacabras. Ya ni a los hombres lobo les gusta meterse por esos senderos abandonados en las montañas.
Otro factor, el hambre. Según la leyenda, el vampiro debe mantenerse puro de mente y cuerpo para recibir la sangre de la descendiente de la bruja. Es decir, Gerard no ha tocado a un humano en días. Ni para comer, ni para nada que pudiese contaminarlo en alguna forma. Cuando Gerard siempre ha sido el más vicioso de la región, desde tiempos anteriores a su conversión. La abstinencia y la sed están comenzando a hacer mella en él. Por suerte, es noche de luna llena y ya falta poco para encontrarla. Puede sentirla. La energía que ella emana es única, inconfundible.
Gerard no ha tenido manera de saberlo antes, la certeza está en que jamás ha encontrado a alguien así en toda su vida. O en su no-muerte. Ni siquiera la ha visto, pero puede sentirla vibrar en cada célula de su cuerpo. Su boca está reseca, la caminata lo está desgastando, pero no planea tardar más de diez segundos en beberla entera cuando la tenga enfrente.
«No puedo soportarlo más. Necesito saborearla. A la mierda los rituales. A la mierda con el sol, con la tradición y con todos. Esto va a ser una buena cena.»
Cuando se da cuenta, está corriendo con desesperación cuesta arriba. Los zapatos de cuero de cocodrilo se le han arruinado hace rato, es que los vampiros no son los no-muertos más prácticos de este mundo. Ésas son las momias de lana del Valle de Ruk, que hacen gala de gran movilidad y no se ven muy afectadas por los inviernos de la región.
Gerard ha resbalado varias veces, el lodo le ha arruinado el peinado con el que planeaba ascender de la inmortalidad a la inmunidad. Si hubiera tenido pectorales trabajados o bíceps imponentes, la imagen de la seda empapada pegándose a ellos hubiera sido el deleite de más de una lectora pervertida en este párrafo. Así y todo, el vampiro está por llegar a su presa. Lo que antes era vibración en sus células no-muertas, palpitaciones desesperadas en un corazón que ya no bombea combustible propio, ahora es puro ardor. Quemazón insoportable en sus entrañas y fuego de anticipación en sus venas vacías.
«Está allí. Es el lugar».
En un sector del terreno, limpio de malezas, se levanta una casa modesta de madera y techo de zinc a dos aguas. Por una de sus ventanas se puede notar el resplandor parpadeante de una televisión encendida. El resto está a oscuras, incluyendo el exterior, que se ve bastante anodino. Al lado del pozo de agua, hay algunos cacharros y un par de árboles de tronco torcido hacen guardia al frente del perímetro.
Gerard decide hacer lo de siempre: dejarse guiar por su apetito. Tampoco es que se le hubiera dado tan mal en el pasado. Por eso es que, sin detenerse, ingresa en el terreno de la vivienda y al mundo se le da por girar hasta dejar al vampiro de cara al cielo. Confundido y con un dolor espantoso en su cabeza.
«Mierda, no lo pensé».
Algún hechizo de protección mal hecho se le ha enredado en los tobillos y lo ha hecho caer. Y, cuando ya está recuperándose, un zumbido surge de la tierra y crece hasta meterse en el cerebro apolillado de Gerard. Apenas le queda tiempo para eludir la alarma de otro conjuro y correr de vuelta, fuera del perímetro mágico.
«Era de esperarse. Me enceguecí en el camino. Es seguro que muchos han sido atrapados y eliminados así antes» se dice, mientras jadea apoyado en la primera piedra que no le ha parecido sospechosa en el paisaje.
Recuerda entonces el detalle que su hambre voraz pasó antes por alto. Dos símbolos sagrados, atados a las ramas bajas de los árboles de tronco torcido, junto a dos ristras de ajo. Ahora es la indignación la que se levanta en su interior y lo llena, más que el deseo y el hambre que acosan otras porciones de su anatomía.
«Magia mediocre, puesta con descuido. ¡No pueden subestimarme tanto!» piensa, herido en su orgullo.
Ha despertado el Gerard de los viejos tiempos, el joven Gerard por dentro y por fuera. El que, si se esfuerza, puede ser tan afilado como una pestaña de arpía ciega. Y está hambriento. Necesita su dosis de locura diaria. Por sobre todas las cosas, está furioso. En resumen, desde un punto de vista práctico, está listo para volverlo a intentar.
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Editado: 14.10.2022