Entré en casa y fue un poco extraño. Giré la llave —estoy seguro de que la puerta era la correcta, de que era mi llavero y con la misma llave de costumbre—. Como decía, giré la llave, bajé el picaporte y entré por aquella puerta que se veía como mi puerta. La de siempre.
El problema fue que no encontré mi casa. Era otro lugar. No entendía qué era lo que ocurría. Tanto rojo. Tanto plástico por todas partes. De pronto, ya no estaba solo, aquel no era mi santuario.
Tampoco sé por qué aquella mujer salió del dormitorio, gritando y reclamándome por no haber llegado más temprano. No sé cómo es que sabía mi nombre.
Que no recuerdo haberme casado con ella, oficial.
No sé qué son esas fotos en la repisa en las que estoy abrazado a ella.
Que no la conozco. Mi amor es el viento fresco, las rutas, la vida en libertad.
Tampoco entiendo cómo es que mi perro la sigue. Si Firuláis es tan apegado a mí, tan desconfiado de los extraños.
Y sí, no es mi culpa que los últimos diez años se hayan borrado de mi cabeza. Al final, voy a tener que indicarle a esa desconocida la salida de mi casa, de mi vida, con señas si es necesario.
Que no, que esa no es mi casa. Ya no.
Y no, no tiene nada que ver que la encontrara anoche con otro en la misma cama que compartimos desde hace nueve años y medio, oficial.
Aunque, ¿qué cama? ¿Cuál cama?
He decidido olvidar todo. Incluso el cadáver del amante, enterrado en el patio trasero.
No tengo idea. Ni del plástico, ni de los muebles rotos, ni de la pala que sigue en el suelo del jardín de ese lugar que no conozco. Haga de cuenta que hoy soy un hombre nuevo. Ya no tengo nada que ver con el que fui ayer.
Así que a mí no me pregunten.
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Editado: 14.10.2022